Lucía llegó a su
casa una fría y lluviosa mañana de Noviembre. Llevaba puesto un chubasquero de
color amarillo, y en una mano sujetaba
una pequeña mochila y en la otra una muñeca de trapo. Permanecía inmóvil bajo
la lluvia mientras el taxista sacaba su equipaje del maletero. Sara, al verla
por la ventana, se apresuró a bajar con un paraguas para que la niña no se
mojase.
Al llegar al
portón desde su sexto piso, Lucía estaba ya más que calada y el taxista la
acompañaba hacia la entrada. Sara les abrió la puerta a los dos.
-¿Es usted Sara
Blanchett? –le preguntó el hombre.
-Sí, lo soy
–respondió.
-Marcus Locknet,
encantado –le dijo mientras le estrechaba la mano-. He sido yo quien ha traído
a esta encantadora princesita hasta aquí.
Sara le sonrío a
Lucía, que no apartaba la vista del suelo. Al ver que la niña no se inmutaba,
Sara volvió a mirar a Marcus.
-Ha permanecido
callada durante todo el trayecto –le explicó-. Desde que salimos de casa de su
madre no ha dicho ni una palabra –miró a Lucía-, que por otro lado es normal.
-Claro –asintió
Sara-. Bueno, si queréis ir subiendo…
-Sí, hay que
descargar todo esto.
-¿Tienes ganas de
ver tu habitación, Lucía? –le preguntó Sara.
La niña no
contestó.
Sara y Marcus se
miraron.
Sara le dijo que
no iban a coger todos en el ascensor con el equipaje así que primero subió ella
con Lucía y después los seguiría Marcus.
-Es este, el sexto
–le dijo a Sara mientras abría la puerta del ascensor.
Salieron al
rellano. Sara la llevó hasta su piso y metió la llave en la cerradura. Le dijo
a lucía que entrase mientras ella daba la luz en el interruptor de la derecha.
-Bienvenida, Lucía
–le dijo-. Espero que estés tan a gusto como en casa de tu madre.
Inmediatamente
pensó que a lo mejor no había sido una buena idea hacer ese comentario.
Le quitó el
chubasquero y lo colgó del perchero.
-¿Quieres que
llevemos esta mochilita y a tu muñeca a tu habitación?
Lucía no contestó.
Sara estaba
bastante incómoda. Sabía que el comienzo iba a ser difícil, pero no contaba con
que la niña no dijese ni una palabra. Además, ella no era una total desconocida
para su sobrina. Se habían visto varias veces, aunque siempre había sido en la
fugaces visitas que le hacía su hermana con ella para pedirle dinero a Sara.
Llevó a Lucía hasta
su habitación. El piso de Sara era realmente pequeño. A parte de la habitación
donde ella dormía, sólo había otra más que estaba ocupada con todos los trastos
que las personas con una casa más grande guardaban en el desván. Sara tuvo que pasar
dos días acondicionando ese cuarto para poder acoger a su sobrina.
Era una habitación
pequeña. Sara había comprado una cama, un armario y un escritorio. También le
había dicho a su amiga Laura que fuera una tarde con ella para ayudarla a
pintar. El resultado de todo eso era un cuarto acogedor, con las paredes en
verde clarito y con lo imprescindible para una niña de 10 años. Tampoco es que
Sara, con su pequeño sueldo de cajera pudiera permitirse más, y con el teatro
no ganaba un duro.
Lucía no dio
ninguna muestra de que le gustase su nueva habitación. Tampoco de que no le
gustase. Simplemente no mudó el gesto.
Sara le colgó su
mochila en la silla del escritorio.
-¿Qué quieres que
hagamos con tu muñequita? –le preguntó en un tono amable y dulce-. ¿La ponemos
en la cama o quieres seguir teniéndola contigo? –Lucía no dijo nada-. ¿Eh?
–insistió cariñosamente Sara.
-Cumigo –contestó
en voz bajita y sin despegar los labios.
-¿Cómo? –le
preguntó Sara con voz amable-. No te he entendido bien, cariño.
-Conmigo –repitió
la niña.
Sara sonrió. Era
un comienzo. Si Lucía sólo había abierto la boca para no perder a su muñeca
debía ser porque ésta significaba mucho para ella. Sara lo tendría en cuenta
para más adelante.
Se oyó el timbre.
Debía de ser Marcus con las maletas. Y así era. Cuando Sara abrió la puerta,
entró con sólo dos pequeñas maletas de equipaje de mano.
-Bueno, pues esto
es todo –le dijo-. Me marcho. El asistente social debería venir en un par de
días. Traerá los papeles de la adopción y todo. Lo urgente, según me han dicho
al recogerla, era sacarla de allí lo antes posible. Ah, y son 70 euros, que no
me han pagado.
Sara suspiró. Fue
hasta la cocina a por su monedero. Volvió con el dinero y se lo dio al taxista,
quien lo contó minuciosamente.
-¿No me va a dar
nada por haber subido las maletas?
-¿Pensaba dejar
que lo hiciese la niña sola? –contestó Sara con otra pregunta.
-¿No podría
haberla ayudado usted?
-Esto no es un
concurso de ver quien hace más preguntas, Marcus –le dijo Sara, cansada aunque
sorprendida a la vez por la actitud del taxista.
La gente podía ser
muy simpática, hasta que llegaba el momento de hablar de dinero. Era una de las
cosas que Sara había visto más en su vida, pero no dejaba de enfadarle como la
primera vez.
Marcus se encogió
de hombros y se dirigió a la puerta.
-¿Ha podido ver a
mi hermana en su casa? –le preguntó sin poder contenerse.
-No –respondió
Marcus secamente-. A la niña me la ha entregado una vecina.
-Chencha –pensó
Sara en voz alta. Había hablado con ella ayer.
-No me dijo su
nombre –dijo Marcus. Y salió y cerró la puerta tras de sí.
Sara suspiró y
llevó a las maletas hasta la habitación de Lucía. Ella se encontraba sobre la
cama, abrazando su muñeca.
-Ya ha subido el
taxista tus maletas, ¿quieres que coloquemos tu ropa en el armario? –le dijo
alegremente.
Lucía no
respondió, pero a Sara ya no le sorprendió. Abrió sus maletas y comenzó a
deshacerlas. Dentro, había poca cosa: unas pocas camisetas, dos pares de
pantalones pantalones, una falda, unas cuantas braguitas, unos cuantos
calcetines… También había dos muñecas de juguete, una toalla… Y un biberón.
Sara lo cogió y se
lo mostró a Lucía.
-¿Es tuyo, cielo?
Lucía no dijo
nada.
‘Vaya estupidez de
pregunta’, pensó. Era evidente que el biberón era suyo. Lo que le sorprendía a
Sara era que una niña de 10 años tomase biberón todavía.
-Mami me lo daba –dijo
Lucia al ratito-. El bibe.
Típico de su
hermana, pensó Sara. Claudia había sido siempre una persona muy vaga. Seguro
que era mucho mejor darle un biberón a su hija que enseñarle a beber de un
vaso. Pero comparado con la manera que tenía su hermana de educar a sus hijos,
el hecho de que Lucía todavía tomase biberón con 10 años era algo anecdótico.
-¿Pero ya eres
mayor para el biberón, no? –le preguntó Sara con toda la delicadeza que pudo.
Como respuesta,
Lucía se encogió de hombros.
Cuando ya hubo terminado
de guardarle la ropa en el armario, lo que le llevó muy poco tiempo, le puso los
dibujos en la televisión y fue hasta la cocina. Quería dejarle un tiempo a
solas para que se sintiera más relajada y se fuera acostumbrado poco a poco a
su nuevo hogar.
Sara se miró la
mano y vio que se había traído el biberón hasta la cocina. Lo guardó en un
armario, pensando que si podía evitar dárselo, mejor. Lucía ya era muy mayor
para tomar biberón.
De pronto sonó el
teléfono. Sara lo cogió y era Chencha, la vecina de su hermana. Sólo llamaba
para saber si Lucía había llegado bien. Sara le dijo que sí y Chencha empezó
con una perorata sobre lo mal que lo había pasado la niña, los malos tratos que
había sufrido, las condiciones en las que había tenido que ver a su madre… Se
cortaba un poco porque Claudia no dejaba de ser la hermana mayor de Sara,
aunque ella estaba acostumbrada a que fuera así desde eran pequeñas.
Claudia tenía 32
años y durante toda su vida había estado dando vueltas de un lado a otro, sin
asentarse nunca. En su camino le habían acompañado muchos hombres distintos;
distintos y poco recomendables. Los que no le pegaban le daban drogas. Los que
no, las dos cosas. Sara y su madre habían tenido que ir más de una vez a
recogerla de hospitales con sobredosis que harían que lo de Uma Thurman en Pulp
Fiction fuera un simple mareo.
La cosa no cambió
cuando tuvo a Lucía. Sara y su madre pensaron que quizá la llegada de una hija sirviese para que Claudia
sentase la cabeza. Nada más lejos de la realidad. Y el hecho de que el padre de
la niña no hubiese aparecido nunca tampoco ayudaba mucho. Claudia se sentía
sobrepasada por la llegada de un bebé que le daba una responsabilidad las 24
horas del día, y trataba de escaparse de ella recurriendo a las drogas. Se
gastaba el poco dinero que ganaba en cocaína, speed, anfetas… Lo que podía
pillar. Se olvidaba de pagar el alquiler, lo que hacía que fuera cambiando de
casa cada dos por tres. Pedía dinero a su madre. Sara le decía que la ayudase
no por ella, sino por la pobre niña que no tenía culpa ninguna de la madre que
le había tocado. Finalmente, el último desahucio que vivió Claudia, y el aparecer
desnuda en un hospital con una sobredosis mientras Lucía lloraba sola en su
casa, hicieron que su madre sufriese un ataque al corazón y muriese.
Durante el funeral,
Sara le echó la culpa a Claudia. La acusaba de haber matado a su madre. Y a día
de hoy sigue pensándolo. Desde ese día, Sara no había querido saber nada más de
su hermana. Aunque seguía interesándose por el estado de su sobrina
preguntándoles a las vecinas.
Ahora hacía unos
años que parecía que Claudia había dado cierta estabilidad a su vida. Había
encontrado a un buen hombre con un trabajo decente y ella estaba terminando un
curso de peluquería. Esto había hecho que Lucía pudiear ir durante más de 6
meses al mismo colegio. Sara se alegraba por ella, pero también por su hermana.
No dejaba de desearle lo mejor. Los servicios sociales habían levantado un poco
la vigilancia sobre ella. Pero un día, Claudia amaneció drogada en la puerta de
su casa. Según los vecinos, esa noche habían oído discusión en su casa y
después habían visto como Claudia salía corriendo. A la mañana siguiente estaba
tirada en la calle, llena de moratones y con una sobredosis de cocaína. Si los
moratones se los había hecho su novio o alguien durante esa noche que estuvo
fuera, nunca se supo, porque el novio había desaparecido. Sea como fuere, los
servicios sociales decidieron que había llegado el momento de quitarle a esa
madre la custodia de su hija.
Así fue como Lucía
ha acabado viviendo con su pariente más cercano y como Claudia ha terminado
interna en un centro de desintoxicación.
La conversación
por teléfono con Chencha la había hecho rememorar la vida de su hermana y la
dejó bastante mal. En cualquier caso, ahora era ella quien tenía la
responsabilidad de criar a Lucía, y lo iba a hacer lo mejor que pudiera.
Llegó al salón y
encontró a Lucía donde la había dejado. Le preguntó si le gustaban esos dibujos
para entablar conversación, pero la niña contestó con un Sí escueto. A la hora
de cenar, Sara le preparó salchichas, que luego metió en un perrito caliente.
Pensó que una cena divertida ayudaría a que Lucía se sintiese mejor. La niña se
mostró más predispuesta a conversar e incluso intercambiaron un par de frases
sobre Detective Conan, una serie anime que les gustaba a las dos. Sara pensó
que podría usarla para acercarse a ella. También lo tendría en cuenta.
El problema llegó
a la hora de dormir. Sara la acompañó a la habitación y le ayudó a ponerse el
pijama. Hasta ahí, todo normal. Pero cuando llegó el momento de meterse en la
cama, Lucía permaneció quieta.
-¿No me vas a dar
mi bibe? –preguntó tímidamente y poniendo carita de pena.
¡El bibe! Sara se
había olvidado del dichoso biberón.
-¿Tu madre te daba
el biberón todas las noches? –preguntó.
-Me lo daba para
que me lo tomase yo. Uno para desayunar, uno para merendar y otro para dormir.
‘Jesús’, pensó
Sara. Ahora veía la relación que tenía Lucía con el biberón. Para ella, tomarse
un biberón era lo más normal del mundo. Lo había hecho durante toda su vida.
Teniendo en cuenta
que Lucía acababa de llegar a una nueva casa y que todo era nuevo para ella,
Sara pensó que lo mejor que podía hacer era darle también un biberón. Cuando ya
estuviera acomodada se encargaría de quitárselo.
-¿Con qué te
preparaba el bibe mamá, cielo? –le preguntó.
-Con Cola-Cao.
Sara salió de la
habitación y se dirigió hasta la cocina. Cogió el biberón del armario y lo
llenó de leche. De pronto, se dio cuenta que no sabía cuanta cantidad de leche
le había echado pues esas marcas en mililitros que tenía el biberón no le
decían nada. Vertió la leche del biberón en un vaso y vio que había echado
demasiado. Tiro la leche que sobraba por el fregadero y volvió a verter el
contenido en el biberón. Ahora se dio cuenta que no había calentado la leche.
Mosqueada consigo misma, aunque también tenía que recordar que era la primera
vez que preparaba un biberón, vertió la leche en un vaso y lo metió en el
microondas. Al minuto lo sacó y le echó dos cucharadas de Cola-Cao. Lo removió
todo con la cuchara y lo vertió de nuevo en el biberón. Ahora sí. Por fin.
Cerró el biberón
enroscándole la tetina y fue con él hasta la habitación de su sobrina. Lucía
estaba esperando sobre la cama. Cuando la vio aparecer con su bibe,
inmediatamente extendió las manos hacia él. Sara le tendió el biberón y Lucía
lo cogió enseguida. Se tumbó bocarriba sobre la cama, y cuando ya hubo
encontrado la postura, se llevó el biberón a la boca y empezó a chupar de su
tetina. Sara la miraba y se le revolvía el corazón. Al contrario de lo que
creía que iba a ser un espectáculo humillante el ver a una niña de 10 años
tomándose un biberón, Lucía estaba realmente mona. Parecía que había estado
tomando biberón toda su vida, y seguro que había sido así. Parecía que el
biberón formaba parte ella, como si fuera una proyección de sus extremidades,
que había nacido ya sujetando un biberón y llevándoselo a los labios. Era
evidente que a Lucía le gustaba su biberón. No era sólo por tomarse la leche
ahí, era por el placer de chupar de esa tetina, de acurrucarse junto a él, de
estar un buen rato tomándose la leche calentita.
Sara la miraba con
ternura. Cuando Lucía terminó, se tiró un pequeño eructo.
-Perdón –dijo
enseguida sonrojándose.
Sara no pudo
evitar soltar una carcajada. Al poco, Lucía se unió a su risa. Estuvieron las
dos riendo juntas un buen rato. Sara paró un momento para ver a su sobrina
reír. Le encantaba verla así. Seguro que no había tenido muchos momentos como
ese a lo largo de su vida. Cuando Lucía paró, ambas se quedaron mirándose.
-Va, a dormir,
guisantito, que ya es tarde –le dijo Sara con una sonrisa.
Lucía se metió
entre las sábanas. De pronto, Sara cayó en una cosa.
-Oye, cuando te
tomabas el biberón, ¿tu madre te hacía expulsar los gases?
-¿Qué? –se extrañó
Lucía.
-Si te daba
golpecitos en la espalda para que te tirases eructos.
-No –Lucía parecía
confusa-. ¿Eso se puede?
-¡Claro! –exclamó
Sara sorprendida. Le extrañaba bastante que Claudia nunca le hubiera hecho
expulsar los gases a su hija.
Bueno, en realidad
no le extrañaba tanto.
Cogió a su sobrina
por las axilas y la sacó de la cama.
-Cuándo te tomas
el bibe, ¿te tiras pedetes? –le preguntó.
-¿Cómo lo sabes?
–le contestó Lucía con los ojos como platos.
-Porque tu tía es
bruja –le dijo sonriendo.
-¿Sí? ¿Eres bruja?
-Sí, pero es un
secreto. No se lo puedes decir a nadie.
Lucía hizo el
gesto de cerrarse la boca con una cremallera.
Sara pegó a su sobrina
a su pecho y le empezó a dar golpecitos en la espalda. Era la primera vez que
le tenía que sacar los gases a un bebé. Bueno, Lucía no era una bebé.
Al poco rato, su
sobrina eructó.
-¡Uy! –dijo
tapándose la boca enseguida.
Sara rio.
-¡No pasa nada, tonta!
¡Para eso te lo estoy haciendo!
Cuando eructó otra
vez la dejó sobre la cama.
-¡Sí que he
eructado veces! –dijo su sobrina, feliz.
-Tenías muchos
gases acumulados, Lucía –le contestó riendo.
-¡Jijiji, debe ser
eso!
-Ale, a dormir ya,
¿vale?
-Vale… -contestó
ya cerrando los ojos. De pronto, los abrió rápidamente-. ¿Me puedes dar a
Peppy?
-¿A quién? –se
extrañó.
-A Peppy. Está
sobre el escritorio.
¡Ah! Peppy era su
muñeca de trapo. Sara la cogió y se la llevó a la cama. Hasta el momento, no
había tenido tiempo de observar a la muñeca. Estaba hecha totalmente de trapo y
rellenada con arena. Le recordó a la muñeca de Los Mundos de Coraline, sólo que
esta llevaba puesto un viejo vestido azul hecho con lo que parecía un paño de
cocina viejo. Sara se dijo que en cuanto pudiese, le cosería un vestido mejor a
Peppy.
Le dio la muñeca a
su sobrina, que la abrazó y se acurrucó junto a ella. Sara la arropó y fue a
salir de la habitación.
-Tía Sara –la
llamó su sobrina.
Sara se giró.
-Dime, cariño.
-Hacía mucho que
no me llamabas así.
-¿Así cómo?
-Guisantito.
A Sara se le
revolvió el corazón. ¿Cómo era posible que de alguien como su hermana hubiese salido
algo como Lucía?
-¿Te acuerdas de
cuando te llamaba así? –le preguntó Sara visiblemente emocionada.
-Sí –contestó
Lucía-. Recuerdo que viniste una Navidad cuando vivíamos en Badalona y me
regalaste un peluche de cocodrilo gigante.
-¡Es verdad! –exclamó
Sara, que de eso no se acordaba-. ¿Y dónde está ahora?
-Mi madre lo
empeñó para comprarse unas pastillas para el dolor de barriga.
‘Para el dolor de
barriga, seguro’, pensó Sara.
-Bueno, Lucía,
ahora sí que ya es hora de dormir, ¿vale?
-¡Vale! –dijo
sonriendo. Se dio la vuelta y se tapó con las sábanas-. Buenas noches…
-Buenas noches,
cariño –le dijo Sara dulcemente-. Que descanses.
Salió de la
habitación, cerró la puerta tras de sí y apagó la luz.