LA GRAN TRAVESÍA
Ahí se la dejo. Es gratis.
Decía que mi mochila del instituto estaba ahora llena de cosas de bebé, pero a Wile no había podido meterlo dentro. Aún recordaba lo mal que había debido de pasarlo cuando estuvo allí encerrado varias horas mientras yo me preocupaba de no parecer muy bebé en casa de tía Marie, y había llegado a la conclusión de que no podía hacerle eso de nuevo a mi amigo, así que lo sostenía entre mis brazos. Traía puesto su pañal, igual que yo. Porque por algo era mi compañero de pañales. Lo llevaba al aire, porque el Coyote nunca ha sido de llevar mucha ropa pero si tiene que llevar un pañal porque se hace pipí encima no puede ponérselo dentro de la piel, es de cajón. El mío sin embargo, estaba debajo de un bodi, y este debajo de ropa de niño mayor. Mami me había puesto el bodi de color rojo porque decía que yo era como el Robin de Batman. Le pregunté cuál de todos pero al decirme que si es que había más de un Robin desistí y dejé que siguiera con el cambio de pañal.
Y es que hoy había usado muchos más pañales que de costumbre.
A ver; primero el que me ponen tras cambiarme al despertarme, luego me hice pipí dos veces antes de comer, luego me levanté de la siesta con caca, un pipí más que me había hecho después del biberón y otro justo antes de que Mami me preparase para irme. Seis pañales en total. Y es que estaba muy inquieto y nervioso.
La idea de tener que ir a casa de mi padre me aterrorizaba y me provocaba pesadillas, y solo evocar su imagen hacía que me sintiese un bebé indefenso y pequeño en un mundo lleno de sombras gigantescas y grotescas, todas dispuestas a hacerme daño, y apestando a tabaco y alcohol barato.
Pero esta vez tendría a mi hermana mayor conmigo. Elia me había prometido que no se separaría de mí ni un solo instante y que no dejaría que ese ser me hiciese daño. Me lo había jurado. Por ella, por Mami, por mí, por Clementine, y por el cine de Jean-Luc Godard.
Y Elia con esas cosas no bromea.
Sé que solo lo dijo para hacerme reír y quitarle hierro a la situación, pero ambos sabíamos que eso era imposible.
Mi padre es un maltratador, de su mujer y de sus hijos. Un borracho abominable culpable de todas mis pesadillas hasta que supe que tenía que quedarme a dormir en casa de Ronald para probar el War of Empires. El ser monstruoso de mis sueños fue sustituido por situaciones en las que mis amigos me pillaban llevando pañales. Pero cuando esa situación se hizo realidad, el monstruo regresó.
Procedía de una etapa de mi vida que creíamos haber dejado atrás, cerrada para siempre. Pero aún quedaba una puerta abierta al pasado por la que se colaban los monstruos. Porque de vida época anterior no nos quedan fantasmas; seres incorpóreos que atraviesan las paredes y agitan libros y recuerdos, no. Nuestro pasado nos envía demonios en carne y hueso; como si no tuviésemos ya bastante con los que viven en nuestro interior. Pero lo peor es que nos obliga a enfrentarnos de nuevo a esos demonios corpóreos, cuando ya creíamos que los habíamos vencido.
Mami estaba inclinada sobre mí, alisándome la chaqueta no sé muy bien para qué. No tenía ningún sentido que fuésemos presentables. De hecho, no se me ocurre otro mejor momento para ir lo menos presentable posible. Yo llevaba un chándal de las Tortugas Ninja con capucha, una camiseta con el logo de Linterna Verde y un pantalón holgado disimular el pañal, aunque como estaréis hartos de oír, no lo disimulaba para nada.
Llevaba todo eso, y en la boca, el chupete.
No podía despegarme de él. La succión de esa tetina de plástico era lo único que conseguía calmarme a medias. Me lo quitaba solo para comer. El resto del día, chupete en la boca. A veces, cuando me sentía inquieto, lo movía de un lado a otro; cuando me daban ataques de ansiedad lo chupaba rápido y muy fuerte; pero a veces eran tan agudos que Mami tenía que dejar lo que estuviese haciendo y venir para calmarme. Me cogía en brazos y me decía que estuviese tranquilo y que todo iba a salir bien. Que me lo prometía.
Mami y Elia eran mi mundo.
No tenía a nadie más.
Y el hecho de separarme de una de ellas para adentrarme en un inframundo repleto de monstruos me provocaba un pavor indescriptible.
Imaginar que vuestro mayor temor se hace realidad.
Imaginadlo.
Pues bien, a mí me pasó. Mis amigos se enteraron de que llevaba pañales, usaba chupete y era a todas luces un bebé.
Ahora bien, imaginaos que un temor que ni siquiera sois conscientes que tenéis se hace realidad. Es un temor tan grande, tan horripilante, surgido de la zona más profunda y oscura de tu ser que ni siquiera podéis imaginar que vaya a hacerse realidad
Si conseguís imaginar eso, entonces tal vez, y solo tal vez, seáis conscientes de a qué iba a enfrentarme esa noche con mi hermana.
-Cuídate mucho, Robin –me decía Mami pasándome la mano por los brazos-. Hazle caso a tu hermana y… -sollozó-. Por favor, tened mucho cuidado… Cuidad el uno del otro… Mi bebé… Pobrecito…
Yo no sabía qué podía decir para hacer que se sintiera mejor. Me partía el corazón ver a Mami así. Y esa pena se me mezclaba con mi propio temor y se transformaba en lágrimas que me surcaban las mejillas. Impotencia y dolor. Eso era lo que sentía.
Y en medio de todo eso, salir al exterior llevando pañales y chupete.
-Si pudiera… Si pudiera cambiarme por vosotros…, mi bebé… –Mami me abrazaba bien fuerte y lloraba inclinada sobre mí, apoyándose en mi hombro-, lo haría sin dudarlo.
Seguí llorando allí de pie, rezando por si se me tenía que escapar el pipí, pasase ahora, cuando Mami todavía podía cambiarme.
-Mi bebé… -volvió a decir. Lo dijo muchas veces-. Pobrecito, mi bebé… ¿Cómo tienes el pañal? ¿Necesitas que Mami te cambie?
-Estoy seco –dije.
De momento, debí añadir.
-Mi bebecito…, que Mami no va a estar ahí para cambiarle su pañal…
-Pero va a estar su hermana, hombre.
Elia bajaba por las escaleras hacia el recibidor cargando una bolsa de viaje de un hombro y del otro la funda del ordenador portátil.
-Al final me han cogido varios pañales –anunció al llegar hasta donde Mami no dejaba de abrazarme-. Ya tenemos suficientes por si el autobús se pierde en el desierto y tenemos que pasar semanas buscando la civilización.
-Ay, Elia –Mami se echó a su cuello-. Cuida mucho de Robin… Y de ti... Cuidad el uno del otro… Estate atenta por si tiene pipí, que a veces no lo dice... Hazle echar los gases después de cada biberón…
-Todo irá bien, Mamá –la tranquilizó Elia dándole unas palmaditas en la espalda al tiempo que a mí me guiñaba un ojo cómplice.
-Sí, sí... Todo irá bien –dijo Mami para sí misma mientras se separaba de Elia y se limpiaba las lágrimas con un pañuelo de papel-. Tened mucho cuidado –nos miró implorante-. No dejéis que os provoque. Que diga todo lo que quiera…
-Bueno, respecto a eso…
-¡Que diga todo lo que quiera, Elia! –repitió Mami chillando-. Él juega a ese juego. A provocarnos. Pero que no pasé de ahí –cogió a mi hermana de los hombros y la miró muy fijamente-. Si se pone violento, veis que está borracho u os sentís amenazados de cualquier forma, llama al 091. Y acuérdate de lo que hemos hablado. De la señal –enfatizó-. Acuérdate de la señal.
-¿Qué señal? –pregunté yo.
-Tenemos que irnos ya –Elia miró la hora en su móvil-. Lo hemos retrasado todo lo que hemos podido pero si no estamos ahí a las siete, puede llamar a los servicios sociales.
-Cuidaos mucho, chicos –Mami nos apretó a los dos en un fuerte abrazo-. Os quiero mucho. Recordadlo siempre. Recordadlo siempre por favor. Estaré aquí cuando vengáis. Todo va a salir bien –repitió, creo que más para convencerse a sí misma que dirigido a nosotros.
-Lo sabemos, Mamá –contestó Elia de todas formas, y se separó lentamente de ella, tirando de mí también-. ¿Lo tienes todo, Robin?
Asentí con la cabeza, dándole una chupada al chupete
-Pues en marcha.
Salimos de casa tras volver a despedirnos de Mami, prometiéndole que tendríamos mucho cuidado y que cuidaríamos el uno del otro. Volvió a recordarle a Elia aquello de la señal. Mi hermana se mostró muy contenida durante toda la despedida, sin mudar el gesto, e incluso haciendo algún comentario gracioso; pero cuando comenzamos a andar hacia la parada del autobús, me percaté de que estaban corriendo algunas lágrimas por las mejillas, y que intentaba inútilmente sorber los mocos.
Me pegué a ella, solté un brazo de Wile y le cogí de la mano. Elia me devolvió el apretón con fuerza.
-Todo va a ir bien, atún –me dijo, pero intentaba convencerse a sí misma como había hecho Mami momentos antes, solo que ella lo disimulaba mucho mejor-. Tú haz caso en todo lo que te diga, no te separes de mí y todo irá bien.
Me pegué más a ella.
-Pero por la calle déjame espacio para que pueda andar –rió.
Caminamos unas cuantas calles más hacia la parada de autobús. Yo llevaba puesto mi chupete, asía un peluche con un brazo y andaba pomposamente a causa del pañal que llevaba puesto. Lo curioso era que ya no me importaba. No sé si era porque me había acostumbrado tanto a mostrarme como un bebé que ya no me preocupaba lo que pudieran decir los extraños que pudiesen verme, o porque estaba aterrorizado por ver a mi padre que ese miedo anulaba el resto de mis preocupaciones. Pero aun así, seguía sintiendo las miradas de los transeúntes clavándose en mi culito abultado por el pañal. Las que se fijaban en mi chupete o en Wile podía verlas directamente.
Llegamos a la parada del bus, y nos sentamos en el banco a esperar después de que Elia comprobase que a nuestro autobús aún le faltaban veinte minutos.
Estábamos solos. Era una línea que no llevaba al centro, sino a otro barrio que estaba aún más a las afueras, casi en el extrarradio. Prácticamente en los suburbios. Elia se repantingó en el asiento, subiendo los pies encima y recostándose con la espalda apoyada en el tablón de publicidad, que mostraba un cartel de una chica en bikini que anunciaba un champú. Yo me senté junto a sus botas de montaña, con la espalda muy recta apoyada en el cristal y cerrando las piernas todo lo que me permitía el pañal.
Entonces me hice pipí.
Sentí cómo me salía el líquido caliente de mi pene y se acumulaba en el pañal, apenas humedeciéndome mis genitales pero provocando que el pañal aumentase ligeramente su volumen.
Miré a Elia, que tecleaba rápidamente la pantalla del móvil con sus pulgares. No serviría de nada pedirle que me cambiara, porque allí en medio no lo iba a hacer. Podríamos volver a casa, pero correríamos el riesgo de perder el autobús, y entocnes sí que nos meteríamos en un lío.
No, tendría que aguantar con el pipí en el pañal hasta que llegásemos a casa de mi padre.
Genial.
Intenté mantener mi mente ocupada y no pensar en eso.
No es tan fácil hacer tu vida normal cuando llevas el pañal mojado, ¿sabéis?
-Si todavía falta tanto para el bus, ¿por qué hemos salido tan pronto de casa? –pregunté.
En el fondo albergaba la esperanza de que si Elia se daba cuenta que aún teníamos tiempo, quizá dijese de volver a casa y me pudiese cambiar el pañal.
-No quería retrasarlo más y que Mamá cometiera una estupidez. Además –añadió sin levantar la vista del móvil-, yo tampoco aguantaba mucho más. Cuanto antes pasemos por esto, mejor para todos.
-¿Y por qué no nos ha llevado Mami en coche?
Elia tecleaba muy rápido y muy concentrada en la pantalla del móvil, sin mudar la expresión.
-Porque eso sigue estando dentro de la categoría que engloba las posibles estupideces pudiese hacer Mamá –contestó algo brusca-. Además de que él podría darse cuenta del coche que lleva Mamá y apuntar el número de matrícula.
-¿Y por qué no le ha pedido el coche a tía Marie? ¿O alguna amiga del trabajo? –había algo un poco extraño en todo aquello.
Algo que no terminaba de encajarme.
-¡Mierda! –Elia resopló y empezó a borrar lo último que había escrito. Dio un fuerte suspiro y me contestó-. Porque tampoco creo que él deba saber el coche tiene lleva tía Marie.
-¿Y el de una amiga del trabajo?
-¡Joder, Robin! ¡No lo sé, joder! –gritó, apartando por fin la vista del móvil y mirándome-. ¡¿Vas a estar todo el fin de semana haciendo preguntas?!
Agaché la cabeza y empecé a llorar. Estaba mojado. Solo quería que me cambiasen el pañal. No quería enfadar a nadie.
-Ay, no –Elia se cubrió la cara con las manos-. Mierdamierdamierda. Soy gilipollas.
Bajó las piernas del asiento y se acercó hasta mí. Me rodeó con su brazo y apoyó la cabeza en mi hombro.
-Robin… -dijo muy flojito-. Perdóname, por favor. Es que… Es que estoy muy nerviosa.
Seguí llorando.
No quiero que nadie se enfade. No me gusta que la gente se enfade.
-Robin… -Elia me hablaba muy flojito, con la voz entrecortada-. No… No llores, por favor. No quiero hacerte llorar… Es lo último que quiero. No me perdonaría nunca… -soltó un hipido-. Por favor, Robin…
-Lo-lo siento… -alcancé a decir entre sollozo y sollozo, chupando el chupete.
-No… -Elia me abrazó, atrayendo mi cuerpo hacia ella, hombro con hombro, y meciéndome-. Lo siento yo… Lo siento muchísimo… ¿Me perdonas? Por favor… Necesito te me perdones…
Claro que la perdonaba.
-Te perdono –dije, mientras sorbía los mocos que caían sobre mi chupete.
-Gracias –Elia volvió a apoyar la cabeza en mi hombro-. No soportaría hacer esto si tú estas enfadado conmigo. De verdad que no.
Me limpió la carita con la maga de su sudadera. Lágrimas y mocos. Y luego se limpió ella también la cara con el dorso de la misma manga.
-Déjame ver –me dijo Elia levantándome la carita y mirándome algo más aliviada-. Qué guapo estás –exclamó dejando entrever una sonrisa-. Limpito.
Yo sonreí infantilmente y se me escapó una risita de bebé que no pude ni quise contener.
En ese momento pasaron por delante nuestra Joseph, Miles, César y Eugene. Los cuatro montados en sus bicicletas mountain bikes. Joseph fue el primero en verme. Nuestras miradas se cruzaron durante solo un segundo, pero fue más que suficiente. Él, de pie en una bicicleta, con ropa de deporte y a la moda, el pelo engominado y un collar de surfero. Y yo, mimado por mi hermana, con un pañal que abultaba en mi pantaloncito, el chupete en la boca y un peluche en mi regazo.
Teníamos la misma edad pero nos separaban varios años. y eso es sinónimo de burlas a tu costa.
Me miró, con sorpresa por toparse conmigo, pero que enseguida fue sustituida por el asco, después por la repugnancia, y finalmente por la suficiencia. Acompañado por una sonrisa malévola en el resto del rostro.
Miles, César y Eugene también me vieron. También iban vestidos con ropa de deporte y César sostenía en su regazo una pelota de baloncesto de la misma manera en la que yo aferraba a Wile.
Balones de deporte y peluches. Dos mundos en confrontación.
El resto de mis ex amigos también me vieron; riéndome como un bebé mientras mi hermana me trataba como tal.
-¡Ey, mirad eso! –gritó Miles.
Empezaron a moverse en círculos delante nuestra, como buitres sobrevolando una presa.
-Parece ser que hay un bebé apestoso por aquí, Miles –le contestó César.
Elia me miró, algo desconcertada, y volvió a dirigir la vista hacia ellos, empezando a comprender.
-¡Seguro que lleva el pañal cagado! –grito Joseph, y soltó una carcajada.
-Me llamo Robin –empezó a decir Eugene con voz burlonamente infantil- y llevo un pañal sucio y apestoso –y empezó a hacer como si se chupara el dedo.
Los cuatro estallaron en carcajadas, pero quien más fuerte rió fue Joseph.
-Es un cagapañales –dijo.
-Es una mierda –puntualizó Miles.
Se marcharon calle arriba sin dejar de reír. El eco de sus cacajadas siguió sonando tiempo después.
A mí todavía me sigue resonando en mis oídos algunas noches.
Eso y cuando me cantaron todos en el colegio la canción del pañal, burlona y despectivamente.
-¡Pero serán hijos de puta! –Elia se levantó, pero ellos ya pedaleaban muy lejos-. ¡Eh, volved aquí y repetirlo si es que tenéis huevos, mamonazos!
Mis amigos son muchas cosas, pero valientes no es una de ellas así que no volvieron.
-Déjalo, Elia. No merece la pena… -dije yo mirándome los zapatos para que no me viese llorar.
-¡Habrase visto! –exclamó, y se sentó con rabia en el banco-. ¿Esos eran tus amigos?
-Mis ex amigos –aclaré.
-Hay que ser malnacido… -masculló entre dientes-. Ya les pillaré.
-Da igual…
-Robin, no puedes permitir que se rían de ti de esa manera.
-¿Y qué puedo hacer, Elia? –dije, más fuerte de lo que pretendía; pero me salió así-. Mírame –me puse de pie y extendí los brazos. Las lágrimas corrían por mis mejillas-. Llevo pañales… Chupete… ¡Me dan biberón! ¡Soy un bebé! ¡No puedo hacer nada…!
Me derrumbé sobre Elia, pero ella me abrazó y me sentó sobre sus rodillas, recogiendo también a Wile del suelo, que se había caído con mi resalto.
-No pasa nada, Robin… –me consoló mientras me frotaba la espalda- Todo está bien…
-No tengo amigos, Elia... Estoy solo…
Era una verdad que llevaba un tiempo en mi interior y que dejaba salir por primera vez, convirtiéndola en real para el mundo con mis palabras.
La sacaba a la luz, como mis pañales y mi chupete.
No tenía amigos. Estaba solo.
¿Quién iba a querer ser amigo de un niño de 12 años que todavía necesita que le cambien el pañal?
-No tengo amigos… -repetí aplastando la cara en el hombro de Elia-. Estoy solo… Estoy solo… Solo…
Elia me dejó llorar en silencio hasta que llegó el autobús. Estuvo todo el rato pasándome una mano por la espalda y frotándomela con suavidad.
Yo se lo agradecía. Hay momentos en los que las palabras sobran, que están de más. Hay momentos en los que lo único necesario es el silencio. Y este era uno de ellos.
No había nada que decir que pudiese consolarme, y era verdad.
Era verdad porque no se me podía consolar.
Estaba solo y no tenía amigos.
Aferré a Wile muy fuerte.
Elia y yo subimos al autobús de la mano. Ella cargaba también con mi mochila llena de pañales. El chófer miró fugazmente mi chupete y mi peluche entre mis brazos, pero no hizo ningún comentario. Elia y yo nos fuimos hasta los asientos más apartados posibles, soportando las miradas de todos los pasajeros, clavadas sobre todo en mí, en mi chupete, mi peluche y en el bulto que describía el pañal en mis pantalones; pero algunas iban a parar también a Elia, al fin y al cabo era la persona que acompañaba a ese niño que llevaba esas cosas de bebé.
Cuando encontramos dos asientos libres y juntos, subimos nuestro equipaje al compartimento y nos acurrucamos el uno contra el otro. Yo subí las piernas al asiento y me las abracé, con Wile entre mis rodillas y la barriga. En ese momento agradecí mucho a Mami que me hubiese comprado bodis, porque si no llevase uno puesto, de seguro se me estaría viendo el pañal por detrás.
El viaje resultó ser bastante largo. La gran travesía hacia nuestro destino por un lado era buena pero por otro aumentaba nuestra agonía. Enseguida dejamos atrás los barrios residenciales para entrar en un polígono industrial. Las casas rodeadas de baldosas adoquinadas dieron paso a naves industriales y grandes almacenes de venta al por mayor. Empezaba a hacer frío así que me subí la capucha. Eso en parte me ayudó a esconder mi chupete y atraer menos la atención. Elia estaba sentada en el asiento de la ventana, aunque no miraba por ella. Mantenía la mirada perdida, fijada en algún punto del infinito, y de vez en cuando, me daba una palmadita en el pañal.
-¿Estás mojado? –me preguntó en un momento dado.
-No -mentí.
No sé si me creyó pero no volvió a insistir.
A mí me hubiese gustado estar en el asiento de Elia y poder mirar el paisaje por la ventana. No solo estaría menos expuesto a las miradas de los demás, sino porque también me gusta mirar por la ventana durante los viajes. Y además Elia apenas prestaba atención a lo que pasaba por la ventana.
Antes he dicho paisaje, pero creo que eso es ser demasiado generoso. No había nada de naturaleza, solo naves industriales de muebles, bricolaje, electrodomésticos y alimentación, y varios talleres mecánicos.
Almacenes de ropa, ferreterías, bares de camioneros… Eso no puede ser un paisaje. ¿Dónde están los árboles? ¿Las colinas? ¿Los animales? La naturaleza, en suma.
Más adelante Elia me explicaría que eso era un paisaje natural y que lo que yo estaba viendo era un paisaje urbano. Que también podía llamarse paisaje aunque no hubiese prados ni bosques. Que los paisajes no tenían por qué ser siempre de montañas y ríos. También había paisajes urbanos y marítimos. Hasta paisajes espaciales. Como cuando alguien pinta un bodegón, me dijo. Que la mayoría de gente se imagina que son cuadros que representan platos de fruta con una botella de vino al fondo. Pero un bodegón también puede ser pintar los objetos que hay sobre un escritorio: libros, cuadernos, lápices, un ordenador portátil… Que las personas son muy cuadriculadas y tienden a darle a los nombres clásicos su significado tradicional; y no saben que ahora los paisajes pueden ser de edificios, los bodegones de un iPod y unos auriculares, o que los bebés pueden tener 12 años.
Eso se llama progresismo, me dijo también. Y que de no ser por él, aún estaríamos anclados en la Edad Media y en las monarquías absolutistas. Que el progresismo siempre gana, y eso a los conservadores les repatea el hígado. Que algún día, yo, y todos los que son como yo podríamos salir a la calle con nuestro pañal y nuestro chupete sin que nadie se ría de nosotros, ni nos haga burla o siquiera nos mirase mal.
Que el progresismo es normalizar que somos diferentes pero a la vez iguales, y que en esa diversidad radica la razón de ser de la especie humana.
-Sé que puede sonar un poco utópico –me diría tras arroparme y darle un toquecito a los avioncitos del móvil para que empezasen a girar-, pero la utopía es lo que debemos perseguir siempre, sin importar que podamos alcanzarla o no. Porque no es el fin, es el camino lo que importa, lo único que nos permitirme avanzar. Nos quedaremos a medias, seguro. Por eso se llama utopía. Pero todos los avances que consigamos en el camino habrán hecho que merezca la pena.
Pero en ese momento yo era solo un niño de 12 años que aún llevaba pañales e iba con un chupete en un autobús abrazando un peluche; y que había sido dejado de lado por sus amigos porque a todas luces no era otra cosa que un bicho raro.
Por eso no tenía amigos. Por eso estaba solo en el mundo y no veía la luz al final del túnel, solo negrura densa e infinita. No había ningún rayo de sol en este día nublado y gris. Y lo que me mojaba no era el agua de la lluvia, sino el pipí que no podía controlar.
Por eso tengo que llevar pañales.
Y me gusta llevarlos.
Me gusta ser un bebé.
Eso que quede claro.
El autobús poco a poco se fue vaciando y solo quedamos Elia y yo.
-¿Adónde vais vosotros? –nos dijo el conductor al percatarse de nuestra presencia por el retrovisor. En realidad fue más bien un gruñido, como si le fastidiase que aún siguiese gente en su autocar.
-A Grazer Avenue –contestó Elia.
-Para eso aún queda.
-Lo sabemos.
El chófer volvió a gruñir y movió la palanca de marchas. El autobús se puso de nuevo en marcha haciendo un ruido muy parecido a como si funcionase con vapor.
Cuando se lo dije a Elia, se rió.
-Esto sería mucho más divertido si fuese una novela steampunk –dijo.
Como no sabía lo que era el steampunk no contesté y continué chupando mi chupete procurando no pesar en nuestro destino. Al contrario de lo que pensaba Elia, para mí cuanto más tardásemos en llegar, mejor que mejor.
No tenía fuerzas para enfrentarme a él.
Se me volvió a escapar el pipí.
Otro chorro caliente que quedó almacenado en mi pañal, me lo hinchó más y me dejó, ahora sí, la sensación de estar húmedo.
No es lo mismo llevar un pañal con un pipí que con dos pipís.
Ya habían sido dos veces las que me había mojado y no me habían cambiado, así que no me quedó más remedio que decírselo a Elia.
Me miró preocupada pero dijo que en cuanto llegásemos a nuestra parada, me cambiaría en el primer sitio que pudiese.
Eso tampoco me tranquilizó excesivamente.
-Grazer Avenue –gruñó el conductor cuando detuvo el autobús en una calle apenas iluminada-. Última parada. Tienen que bajarse –nos lo dijo con el mismo tono que hubiese empleado para echar a dos polizones.
Bajamos nuestro equipaje del compartimento y salimos del autobús. Nada más pusimos los pies en el suelo, al autobús arrancó de nuevo muy rápidamente, sin haber todavía cerrado las puertas siquiera.
Elia miró alrededor, nerviosa. Sacó el móvil y abrió una aplicación de mapas.
-La casa está por allí –señaló-. Pero en esta otra calle hay un bar. Quizá ahí pueda cambiarte el pañal. Vamos –me apremió.
Andábamos en silencio, cogidos de la mano, por unas calles apenas iluminadas. Elia miraba nerviosa a su alrededor continuamente. En una farola a unos metros por delante de nosotros, unos hombres fumaban con la espalda apoyada en la verja de una vieja casa. Elia me apretó más fuerte y giramos por el primer cruce que se nos presentó. Era estrecho y estaba húmedo, pero nos permitió deshacernos de aquellos hombres antes de que fijaran su atención en nosotros
-Si un ladrón me mata y se lleva mi collar de perlas, libra este barrio del mal que arrebató mi vida –bromeó Elia.
-No pienso volver a poner un pie en este barrio. Si te matan, me muero contigo. Wile nos vengará.
Tomar ese callejón hizo que nos desviásemos del camino hacia el bar, por lo que tuvimos que dar un rodeo que nos llevó varios minutos.
El bar hacía esquina con otra calle. Se llamaba Hall’s. La fachada era fea y a pesar de la poca luz que había se notaba que necesitaba una buena mano de pintura. La puerta estaba cerrada y desde las ventanas se veían luces en el interior y se oía un ligero bullicio.
-Quizá dentro sea más acogedor –me dijo Elia, y me cogió de la mano para entrar. Pero antes de hacerlo vaciló-. Guárdate el chupete –dijo.
Escondí el chupete en uno de los bolsillos con cremallera de la chaqueta. Elia me apretó más fuerte de la mano y entramos dentro con decisión.
Al abrir la puerta, el murmullo del bar se disipó al instante. Se hizo el silencio y los clientes se volvieron para ver quien había irrumpido en su templo. Eran todos hombres, y ninguno parecía tener menos de cuarenta años. Eran panzudos en su mayoría y todos tenían un gesto desconfiante y molesto, como si Elia y yo hubiésemos interrumpido algo.
Nos quedamos allí de pie unos segundos; yo apreté más a Wile contra mi pecho y Elia me apretó contra ella soltándome la mano y pasándome un brazo por los hombros. Los hombres volvieron a girarse hacia delante y retomaron las conversaciones. Los gruñidos y los improperios volvieron a inundar el ambiente, impregnando de un olor a alcohol, aceite quemado y tabaco. Porque a pensar de que hacía mucho tiempo que no se podía fumar en los bares, sobre los clientes cubría el techo una nube de humo de tabaco, y todos o casi todos fumaban cigarros o puros.
Tanto Elia como yo tosimos varias veces antes de llegar a la barra.
-Perdone –le dijo Elia al camarero.
Era un hombre calvo, con el poco pelo que tenía despeinado. Y lavaba un vaso con un trapo al que le había visto escupir previamente. El hombre vino hacia nosotros con una expresión de infinito disgusto, como si le hubiésemos interrumpido haciendo algo sumamente importante.
-¿Qué? –nos espetó.
-Me preguntaba si podríamos usar su baño –le dijo Elia tratando de poner un tono amable.
-Si no consumís, no.
-Vale, pues póngame un batido de fresa.
-Aquí no tenemos batidos de fresa.
-Bueno, pues de mango.
-Ni de mango ni de ningún tipo. Aquí no tenemos batidos. Punto.
-Entonces póngame un Nestea.
-Aquí no hay Nestea –contestó el camarero fingiendo tener una pluma exagerada.
Algunos de los clientes que estaban sentados a la barra rieron.
-Elia, puedo aguantar con el pipí. No es necesario –le dije flojito.
Yo me estaba empezando a poner muy nervioso. Todo aquello me daba muy mala espina.
Elia me escuchó, pero no dio muestras de haberme oído.
-Entonces ponme una cerveza. De eso tienes, ¿no?
-Ojo, que te está vacilando, Frank –le dijo al camarero un hombre que sostenía un vaso de whisky.
-De eso tenemos –sacó un bote de debajo de la barra, sucio y oxidado, y lo puso en frente de mi hermana-. Veinte dólares.
-¿Veinte pavos por una cerveza? –se extrañó Elia, sujetándole la mirada.
-Por una cerveza y por usar mi baño.
-Está caliente –Elia apretó la lata con los la mano-. Ponme una cerveza que se pueda beber y entonces me pensaré si pagarte o no veinte pavos por ella.
-Elia, de verdad… -estaba empezando a tener miedo de verdad.
-¿Quiénes sois vosotros? –nos preguntó de pronto alguien que se había acercado por detrás sin que nos diésemos cuenta-. No os habíamos visto antes por aquí.
Las conversaciones el bar cesaron de nuevo, y de nuevo, todos volvían a mirarnos.
Elia se giró para enfrentarse a su interlocutor.
-¿Y a ti qué te importa? ¿Este bar es solo para hombres o qué?
-Será mejor que cojas a tu hijo y os larguéis de aquí –dijo otro hombre que también se había acercado a nosotros.
En ese momento vi que había varias personas que nos rodeaban. Intenté contener el pipí pero no pude.
Otro chorro caliente inundó mi pañal. No aguantaría mucho más.
-¿Cuántos te crees que tengo? –le preguntó Elia tranquilamente-. Robin es mi hermano.
-Bueno, pues ni a ti ni a tu hermano os queremos aquí.
-Elia, vámonos.
Mi hermana me miró.
-Por favor –añadí.
Elia se volvió hacia el camarero.
-Te pagaré veinte dólares si nos dejas usar tu baño. Le cambio el pañal a mi hermano y nos largamos. Eso es todo. Te puedes quedar con tu mierda de cerveza.
-Déjales usar el puto baño y que se larguen, Frank –dijo un hombre que estaba sentado solo en una de las esquinas de la barra.
El camarero nos miró un momento antes de contestar. Lucía en su rostro un reconcentrado odio.
-Está al final del pasillo, detrás de la tragaperras –volvió a su tarea de limpiar el vaso con aquel trapo que estaba más sucio que el suelo y añadió sin mirarnos-: tenéis diez minutos.
Elia y yo nos dirigimos hasta el baño y poco a poco las conversaciones fueron reanudándose a nuestras espaldas.
Entramos dentro y como era de esperar no había ningún cambiador. Elia cerró la puerta con un pestillo que no resistiría ni un soplo de aire y dejó las mochilas delante de la puerta, en un vano intento de atrancarla. Se pasó las manos por el pelo hacia atrás y suspiró mirando al techo.
-Bueno, vamos a hacerlo rápido, Robin, ¿vale?
Asentí, saqué el chupete del bolsillo y me lo puse en la boca. Lo necesitaba.
Elia me bajó los pantalones y me levantó un poco la camiseta.
-Sujétatela tú, Robin.
La sujeté con la mano que no aferraba a Wile. Elia se acuclilló y me desabrochó los botoncitos que cerraban el bodi cubriéndome el pañal, después me lo levantó y me dijo que me lo sujetase también.
Lo hice con la misma mano con la que sujetaba la camiseta.
Elia me soltó una cinta del pañal y luego la otra. Lo sujetó por la parte de abajo para que no cayese al suelo y e hizo una bola con él.
-Vaya, sí que pesaba.
Lo dejó en el suelo y fue hasta la mochila para sacar un pañal. Regresó con él y comenzó a limpiarme.
Yo estaba muy nervioso y rezaba porque no me hiciese pipí mientras Elia me cambiaba. Eso complicaría mucho la ya de por sí complicada situación.
Era un niño pequeño en un bar de hombres borrachos y peligrosos. Estaba totalmente desprotegido de no ser por Elia. Yo no podía valerme por mí mismo.
Elia me limpió muy rápido y desdobló el pañal nuevo. Lo desplegó completamente y me dio un cachete en el gemelo que interpreté para que abriese más las piernas. Lo hice y Elia me pasó el pañal entre ellas. Me lo sujetó con una mano y con la otra lo pasó por el culete. Luego soltó la mano que lo sujetaba y cogió una de las cintas adhesivas. La pegó a la parte de delante, sobre un osito en pañales e hizo lo mismo con la otra. El pañal ya estaba abrochado, pero me quedaba bastante suelto, como unos calzoncillos a los que han dado de sí con el hilo. Solo que yo llevaba semanas sin usar calzoncillos.
Elia volvió a despegar una cinta y la apretó más hacia delante, estirando de la parte de atrás del pañal. Luego hizo lo mismo con la otra y, ahora sí, el pañal estaba suficientemente apretado a mi cuerpecito.
Me bajó el bodi y me abrochó los botones. Luego me subió los pantalones y me bajó la camiseta.
-Cambio de pañal en un tiempo récord –me dijo-. Y de pie, que es más difícil. ¿Te sientes mejor?
Asentí.
-Venga, vámonos de aquí –me dijo, y me dio un beso-.Pero antes…
Elia se separó del mí, recogió del suelo el pañal que me acababa de quitar y fue hasta el váter.
-Antes de irnos, vamos a dejarles un recuerdo del que les costará deshacerse algo más de veinte dólares.
Abrió la taza del váter y metió el pañal dentro. La cerró y tiró de la cadena.
-Venga. Vamos, vamos, vamos.
Nos cargamos las mochilas y salimos rápidamente del cuarto de aseo.
-Muchas gracias por dejarnos usar su baño –le dijo Elia al camarero. Y puso un billete de veinte encima de la barra-. Ha sido usted muy amable –añadió poniendo una enorme sonrisa.
Me percaté de que algunos hombres me miraban de manera burlona. Se daban codazos entre ellos y me señalaban.
Y entonces caí: llevaba el chupete en la boca.
-¡Vaya un niñato que llevas ahí, eh! –le dijo a Elia un hombre con la camisa abierta hasta el ombligo-. No sé cómo no le da vergüenza salir a la calle.
-Mira quien fue a hablar –le espetó Elia mirándolo de arriba a abajo.
Algunos hombres rieron con su comentario, pero el de la camisa abierta se puso rojo como un tomate. Más rojo que el morado cogorza que ya llevaba.
Entonces vi que el agua ya había empezado a salir por debajo de la puerta del baño y estaba inundando el pasillo. Le di un codazo a Elia, que entendió a la perfección.
-Será mejor que te vayas ya, niña –le dijo el mismo hombre que se nos había acercado al principio.
Elia es valiente, pero no es estúpida. De modo que me cogió de la mano y salimos lo más rápido posible del bar, pero sin llegar a correr. Ya en la calle, sí que corrimos y nos alejamos de allí lo más rápido posible, intentando controlar la risa, pero calle abajo ya se nos hizo imposible.
-Ha estado muy divertido –le dije cuando estábamos a una prudente distancia.
Llevaba el pañal cambiado y me sentía bastante mejor. Elia y yo andábamos hacia la casa de nuestro padre. Estábamos algo más relajados y charlábamos animadamente.
-Era como esas tabernas de las historias, ¿verdad? –me dijo Elia mientras me miraba sonriendo-. Donde se está hurtando un maléfico plan para dominar el reino. O esos bares de las películas, donde los clientes son en realidad vampiros. Pero es una lástima porque no he visto a Salma Hayeck por ningún sitio.
-Sea lo que sea, me alegro de poder pasar esto contigo, Elia. Eres la mejor.
-¿Cómo iba a dejarte solo, atún? Tengo que cuidar de ti.
-Y yo de ti.
-¿Cómo vas a cuidar tú de mí si ni siquiera sabes controlar el pipí? –me dio una palmadita en el culete.
-Eh –protesté-. Mami ha dicho que puedo cuidar de ti.
-Era broma. Claro que cuidas de mí.
-Aunque no acabo de entender cómo –musité.
-Siendo tan mono como eres. Siendo tú mismo. Así cuidas de mí. Solo existiendo.
-Eso se parece bastante a un premio de consolación.
-Somos un equipo, Robin. Yo puedo cuidar de ti. Pero necesito tu fuerza para hacerlo. Es como una aventura.
-¿Sí? –la miré y abrí mucho los ojos.
-¡Claro! –contestó Elia-. Estamos viviendo una aventura. Una aventura llena de emociones y peligros; sobre todo ahora que vamos a entrar al castillo del ogro.
-¿Y por qué tenemos que entrar?
-Porque estamos cumpliendo una misión para nuestra reina
-¿Nuestra reina es Mami?
-¿Quién iba a ser sino?
-¿Y en qué consiste la misión? –pregunté, emocionado.
-Tenemos que encontrar un tesoro y llevárselo a nuestra reina.
-¿Qué tesoro? ¿Cómo es?
-Nuestra reina nos dijo que en esa taberna nos darían una pista.
-¿Por eso hemos entrado?
-Ajá.
-¿Y cuál era la pista?
-Es un objeto pequeño, sucio y oxidado.
-¡La cerveza que te ha puesto el camarero! –exclamé.
-Eso le ha delatado. Y para que no advirtieran al ogro de nuestra presencia hemos tenido que ahogarlos con tu pañal.
-Pero el ogro sabe igualmente que venimos… -y de pronto volvía a tener mucho miedo.
-Pero estaremos juntos, y los trolls ya no pueden decirle que buscamos su tesoro. Pero tienes que hacerme caso, Robin –añadió muy seria tras un pequeña pausa-. Sigo siendo la jefa de la expedición.
-Claro –dije-. Wile y yo te obedeceremos en todo.
-Ese es mi bebé.
-¿Sigo siendo un bebé?
-Aunque esto sea una misión Real, sigues llevando un pañal, ¿no?
-Sí –y me reí un poco sonrojado.
-Entonces sigues siendo un bebé. ¿Estás listo?
-Sí –dije ahora firmemente, aunque me temblaban las piernas.
Y Elia llamó al timbre.
EN EL CASTILLO DEL OGRO
-Ya era hora –gruñó una voz en el umbral.
El rostro que la acompañaba era mucho más gordo que la última vez que lo había visto. El bigote era ahora una barba, y los pelos eran mucho más grises que negros. La mórbida cabeza surgía directamente entre los dos hombros, sin ningún rastro del cuello. El cuerpo era monumental, en el sentido de lo grande y lo gordo que era. Brazos que parecían mi cuerpo entero, barriga que colgaba por debajo de la cintura, piernas como columnas, torpes y pesadas. Y el cuerpo se movía lento, como si le costase un enorme esfuerzo.
Seguía siendo el mismo monstruo de mis pesadillas, solo que ahora era mucho más grande. Pero seguía destilando la misma peste a tabaco y alcohol barato.
-Pasad, coño. No os quedéis ahí.
Elia me sujetó la mano y ambos entramos en la casa de nuestro progenitor biológico.
Cerró la puerta tras de sí y se giró, con pasos costosos y que retumbaban en medio de la estancia. Elia y yo hicimos lo propio y los tres nos quedamos mirándonos frente a frente.
-Joder, ¿es que este todavía está así? –preguntó con un bufido al verme con el chupete y abrazando un peluche-. ¿Cuándo vas a crecer?
Lo miré unos segundos a sus ojos. Sus ojos grises, vacíos, como si tuviese la mirada muerta. Ojos en medio de unas ojeras que se extendían hasta la barba. Me dio mucho miedo que se dirigiese directamente a mí así que me apreté más a Elia y aferré más fuerte a Wile. Al hacerlo debí de dejar al descubierto el bulto del pañal.
-¡¡¿Todavía?!! –soltó un resoplido y negó con la cabeza, tosiendo varias veces-. Estás amariconado, niño –y rió.
La risa enseguida dio paso a una tos. Elia me apretó el hombro muy fuerte.
Mi padre siguió a lo suyo.
-Este crío… Sabía que se echaría a perder… Todo el rato con las cosas de crío pequeño… –mientras decía eso se paseaba por la entrada, haciendo temblar el suelo con cada una de sus pisadas. Me recordaba a Bowser, la tortuga gigante enemiga de Super Mario…-. Y la idiota de tu madre consintiéndolo, claro. En fin… -se dejó caer en el sofá, que se hundió bajo su propio peso y todos los muelles rechinaron-. Venga, sentaos, coño –señaló unas sillas de formica que había delante de una mesa que parecía más bien una de esas bobinas de madera gigantes que hay en las construcciones para enrollar el cable.
Elia me dio la mano y fue hasta las sillas. Se sentó en una de ellas y a mí me posó sobre su regazo.
Mi padre nos miró a los dos, sobre todo a mí; con mi pañal, mi chupete y mi peluche. Lo miré asustado y enseguida agaché la cabeza, pero Elia le sostenía la mirada con firmeza, casi desafiante.
-¿Habéis cenado? –preguntó mi padre.
-Sí –mintió mi hermana.
Mi padre volvió a toser. Esta vez saliva y flema.
-Bueno –dijo mientras cogía un paquete de cigarrillos de debajo de un cojín del sofá, saca uno y se lo encendía-. Habéis crecido, eh –expulsó el humo y nos miró. Elia apartó el humo del aire agitando una mano y siguió mirándolo fijamente.
-No me mires así como si fueras a devorarme, no voy a haceros nada. Joder –tosió otra vez-. ¿Es que un padre no puede ver a sus hijos?
-No somos tus hijos –dijo Elia-. Y tú desde luego tú no eres nuestro padre.
-Que uséis los dos el apellido de vuestra madre no hace que dejéis de ser hijos míos.
-Claro que no. Pero otras cosas sí.
-Bueno, bueno –mi padre hizo un ademán y se recostó en el sofá. Le dio una larga calada al cigarro y contuvo el humo dentro, disfrutando del momento.
Nos tenía a los dos ahí. Otra vez.
Era el monstruo de mis pesadillas. El ser miserable que casi acaba con nuestra vida. Y parecía que no tenía ni un remordimiento por todo el mal que nos había hecho. El maltrato, las vejaciones, los abusos… Y ahí estaba. Tan pancho fumándose su cigarrillo.
-¿El colegio os va bien?
-Vete a la mierda.
Mi padre carraspeó y tosió.
Y tosió de nuevo y volvió a carraspear.
Escupió un esputo gris en un vaso que tenía en el suelo y volvió a darle una calada al cigarro.
Elia apartó la mirada, haciendo un gesto entre asqueada y exasperada.
Me fijé en cómo miraba a mi padre. Le prestaba la misma atención que a una mierda que se le hubiese quedado adherida a la bota. Eso era lo representaba él para ella. Una mierda que no merecía la pena. Si le tenía algún miedo desde luego lo disimulaba muy bien. Intenté imitar esa mirada, pero no era capaz; no podía salir de la expresión asustada. Miraba mis pies, que colgaban de las piernas de Elia, quien me sujetaba en su regazo apretándome con fuerza.
-Y tú –se dirigió a mí-. ¡¿Es que no sabes hablar?! ¡Eh!
No contesté, pero sí se me escapó un poco de pipí.
-¿Es que no tienes orejas debajo de ese pelo? ¡¿O eres tan enano que aún no entiendes las palabras?!
-Déjalo en paz.
-Mira a tu hermano. Parece mentira que haya salido de mí. Está amariconado. Se caga y se mea encima. ¡¿Pero dónde se ha visto eso?! ¡Qué vergüenza, por dios! ¡Y qué asco! –tosió varias veces-. No pienso tocarle. Si se caga o algo, te tendrás que encargar tú.
No nos conocía.
No nos conocía nada.
-¿Cuándo te has hecho tú cargo de Robin alguna vez? ¿O de mí?
-Esas son cosas de mujeres. Yo traía el dinero a casa y…
-¡Mamá traía el dinero a casa! ¡Tú te lo fundías en el bar!
-¡Bueno, ya está bien! –exclamó. Apagó el cigarro en un cenicero de la mesa y se encendió otro-. Vamos a intentar llevarnos bien para un fin de semana que nos vemos -continuó.
-Sí, tú a tu bola y nosotros a la nuestra. Dinos dónde vamos a dormir que podamos instalarnos.
-Esa es otra… ¿Qué coño lleváis en esas maletas? –entonces se fijó en mi entrepierna abultada-. Ahh, ya entiendo –sonrió malévolamente pero enseguida se tornó en una mueca de repugnancia-. Hay que joderse. Hay que joderse y hay que joderse. Parece mentira.
Elia negó con la cabeza mirándolo con odio y fue a levantarse, todavía conmigo en brazos.
-Quédate ahí –le ordenó mi padre levantando una mano-. Aún no hemos terminado.
Elia lo miró un segundo y volvió a sentarse. Puede notar su corazón latiendo con fuerza. Yo quería chupar el chupete muy fuerte para calmarme pero no me atrevía a denotar aún más su presencia.
Se me volvió a salir el pipí.
-¿Qué pasa? –a pesar de lo nerviosa que estaba, la voz de Elia sonó firme.
Mi padre no contestó. Se acabó el cigarro en dos caladas y fue a coger otro.
-Mierda –tiró el paquete vacío a un rincón de la sala y se levantó.
Le costó mucho. Al tercer intento lo consiguió.
Elia lo miraba, y para mi sorpresa, sonreía. Era una sonrisa de alivio, malicia y satisfacción. Mi padre fue hasta una repisa de obra en la que habían varios objetos depositados, a cada cual más viejo y sucio, y sacó de una pequeña urna un paquete de tabaco para liar, papel y filtro. Regresó al sofá, con pisadas lentas pero que hacían temblar la casa y arrastrando los pies. Pude ver entonces que el sofá tenía la forma de su gordo culo justo en el sito del que se había levantado, y cuando parecía que los cojines iban a volver a su posición natural, el enorme culo de mi padre les cayó encima de nuevo. Sacó un puñado de tabaco del paquete y empezó a liarse un cigarro, con parsimonia.
Elia suspiró y negó varias veces con la cabeza, hasta las narices ya de tener que estar ahí siguiéndole el juego.
-Quiero dejar algunas cosas claras –dijo mi padre mientras prensaba el tabaco con sus dedos como morcillas-. Para que no haya malentendidos.
-Adelante.
Mi padre le pasó a lengua al cigarro y lo lió. La lengua salió de su barba enmarañada y llena de restos de comida como una babosa que asoma de una zarza. Ni quiera tenía el color de una lengua normal.
Era asqueroso.
Todo en esa casa era asqueroso.
-Lo primero –se encendió el cigarro, y volvió a llenar la estancia de humo-, yo no tengo ni putas ganas de que estéis aquí.
-El sentimiento es mutuo –le contestó Elia.
-Mi agente de la condicional me dijo que ya podía pedir ver de nuevo a mis hijos. Pero solo un fin de semana. Y claro –le dio una calada al cigarro y volvió a toser varias veces-. Tal ocasión de joder a vuestra madre no podía pasarla por alto –le dio otra calada, más pausada, degustándolo con satisfacción-. Pero no me malinterpretéis –continuó-. No quiero saber nada de vosotros.
-El sentimiento es mutuo –dijo Elia haciendo un esfuerzo monumental par contener la rabia.
-Lo cual nos lleva a la siguiente regla –mi padre nos miró fijamente-. Explícaselo luego al crío si no me entiende.
-Te entiende perfectamente.
-¿Seguro? Lo único que hace es mearse y cagarse encima… ¡Joder –exclamó-, que vergüenza me da verlo!
-Al grano.
Pero mi padre no le hizo caso.
-¡Niño! –me gritó.
Yo no levanté la cabeza del suelo. No podía mirarlo. Me aferré más a Wile y se me empezaron a salir las lágrimas.
-Estás amariconado, ¡¿eh?! –río, pero enseguida se convirtió en una tos-. Joder –tosió más fuerte-. Este puto niño va a matarme dejó de toser y escupió de nuevo en el cubo del suelo-. Te veo y no sé si descojonarme o darte un trompazo para que se te quite esa.
-Tócale un pelo y verás –dijo Elia con calma.
Mi padre la miró.
Ya no era la niña asustada de antes. Ahora lo miraba desafiante, y los músculos tensos de su cuerpo podían tumbarle en un abrir y cerrar de ojos. Ella era una mujer en su plenitud, y él un gordo fofo al que le costaba mantenerse en pie. Habían cambiado las tornas. Físicamente ya no era superior a Elia, y cuando a un abusón le quitas la superioridad física, se vuelve débil y muestra su verdadera cara: la cobardía. Y el hecho de que Elia sujetas entre sus brazos a una de las personas por las que habría dado la vida la hacía aún más peligrosa.
Mi padre entonces cayó en la cuenta. Su diminuto cerebro era capaz de llegar hasta ahí: Elia era una persona físicamente superior, y eso era suficiente para mantenerlo a raya. Pero le hervía la sangre.
Elia era una mujer.
-Bueno, bueno… Vamos a calmarnos –fumó de nuevo-. Esto me viene bien para explicaros la siguiente regla. Es bien sencilla. Vosotros no me jodéis a mí y yo no os jodo a vosotros. Vosotros a vuestra bola y yo a la mía.
-Me parece bien.
-Estupendo. Vuestra habitación es esa puerta de ahí. El baño lo tenéis enfrente por si alguno de los dos lo usáis. Entrad dentro y dejadme en paz de una vez.
*****
Por lo poco que sabía, desde que había salido de la cárcel mi padre se dedicaba a hacer chapuzas de todo tipo en los hogares: electricista, fontanero, albañil… casi siempre en casas de amigos o conocidos, porque gastaba tan poca formalidad que nadie quería llamarle, y los que lo hacían una vez no volvían a repetirlo. Nunca le había podido pasar a Mami la pensión que le había ordenado el juez, pero Mami tampoco la había reclamado porque no quería recibir nada de él y con mantenerlo alejado de nuestras vidas era suficiente. Además, con su sueldo de enfermera teníamos más que suficiente para vivir. No holgadamente, pero sí cómodamente, ya que nunca nos había faltado de nada y podíamos de vez en cuando darnos algún capricho.
-Menos mal que van a ser solo dos noches –dijo Elia cuando entramos el que iba a ser nuestro cuarto.
Como el resto de la casa, era pequeño y lleno de trastos inútiles; muebles tapados por sábanas blancas que daban un mal rollo que no veas, cajas de cartón amontonadas por todas partes, un baúl de roble que parecía sacado de un convento medieval… y hasta una vieja motocicleta sin chasis tirada en un rincón.
La cama era más bien un catre que debían de haber robado de una academia militar. Estaba pegada a una de las paredes del cuarto porque literalmente no quedaba más sitio libre. Había también una ventana con el cristal sucio y translúcido y dos cortinas que eran dos trapos deshilachados. Elia se asomó, miró al exterior, y sonrió misteriosamente.
Había también un armario empotrado en la pared con una de sus puertas arrancada de los goznes y apoyada sobre el marco. Elia ni se asomó a mirar lo que podía haber ahí dentro.
Mi hermana me recostó en la cama y me cambió el pañal que traía mojado desde hace un rato y me dejó ahí mientras ella buscaba algo por la habitación con lo que atrancar la puerta. Eligió un vieja cómoda y la arrastró hasta ponerla delante de la puerta.
-Con esto bastará –dijo satisfecha de sí misma.
El colchón de la cama parecía que estuviese fabricado únicamente de muelles. Cuando me tumbé bocarriba para que Elia me cambiara, tuve que cambiar de posición varias veces porque siempre se me clavaba un muelle en la espalada.
-No sé cómo vamos a meternos los dos en esta cama pero bueno, ya nos apañaremos –pensaba mi hermana en voz alta mientras me ayudaba a ponerme el pijama.
Bueno, más bien me lo ponía ella sola.
Yo estaba muy nervioso y no podía parar de mover el chupete.
Estaba nervioso por estar en una casa ajena llevando pañales.
Nervioso por estar en la casa de la persona que más miedo me daba en el mundo llevando pañales.
Nervioso por tener 12 años y ser incluso más bebé que cuando tenía 6 y la persona que más miedo me daba en el mundo me maltrataba por eso.
¿Qué diría, o peor aún, qué haría, o peor aún, qué me haría si pudiera verme en esta situación?
Con un pañal todo el día porque no podía controlar nada, sin despegarme del chupete porque sino me pondría a llorar, abrazado a un peluche que era mi mejor amigo y teniendo que tomarme un biberón antes de dormir.
Esa es otra.
Aunque estuviésemos ahora mismo encerrados y todo lo a salvo que se podía estar en esa casa, en algún momento tendríamos que salir de nuestro cuarto, al campo de batalla, a exponernos otra vez al monstruo. Elia me tenía que preparar el biberón en la cocina, ambos necesitaríamos comer en algún momento, aunque Elia le había dicho que ya habíamos cenado. Y por último, yo llevaba pañales pero Elia tendría que ir al baño alguna vez, y yo no iba a separarme de ella como le había prometido a Mami.
Pensaba en todas estas cosas mientras mi hermana me abotonaba el pijama enterizo y me dejaba ya listo para acostarme. Aún era pronto para irse a la cama, por supuesto, y dudaba que precisamente fuese mi hermana quien me empezara a poner horarios de bebé, pero me sentí más seguro con el pijama puesto.
Mi hermana también se puso más cómoda, pero en su caso no se puso un pijama como el que llevaba yo, sino que se quitó sus botas de montaña y se cambió el pantalón vaquero por un chándal de algodón.
-No me gusta este sitio, ¿y a ti? –me preguntó mientras miraba alrededor y sonreía misteriosamente.
Yo negué con la cabeza y apreté más a Wile contra mi pecho.
-Lo que imaginaba –dijo resueltamente. Ven, ayúdame que vamos a construirnos un refugio.
Apartamos a un lado todos los cachivaches y objetos que llenaban la habitación y los amontonamos de cualquier manera en una de las paredes, intentando hacer el menor ruido posible para no atraer la atención del monstruo. Luego arrastramos el cochón dela cama hasta el centro de la estancia, levantando una gran nube de polvo y colocamos una de las sábanas que cubría un viejo tocador él. Elia cogió de una caja una cuerda de tender la ropa y la sujetó a dos alcayatas de las que antes colgaban unos cuadros feísimos. Yo la ayudaba en lo que podía, después de todo solo era un bebé. Elia remetió la sábana colgante por debajo del colchón, construyendo así una improvisada tienda de campaña.
Un refugio.
Nuestro refugio.
-¿Quieres pasar, atún? Tú primero.
Entré gateando y me quedé maravillado. Solo era una sábana colgando sobre un colchón viejo y sucio, más estrecho que un sofá, pero Elia había conseguido que fuese un lugar seguro. Un fuerte en medio de un asedio.
Mi hermana entró detrás de mí, gateando también y arrastrando nuestras mochilas. Las echó a un lado y comenzó a sacar cosas de ellas: un saco de dormir, pañales, su ordenador portátil, pañales, un libro de arquitectura, pañales, un tartera llena de comida, un biberón y pañales.
Y sacó también un marco con un selfie en el que se nos veía a Mami, Elia y yo acurrucados en el sofá de casa, tapados los tres con la misma manta. Y yo en medio de ellas dos, con el chupete puesto y sonriendo, feliz.
-Ya está –dijo Elia tras poner con delicadeza la fotografía enfrente de nosotros-. Ahora esto se parece más a un hogar.
-¿Aquí estamos a salvo, Elia? –pregunté con miedo.
-Totalmente a salvo, atún –me contestó mientras me abrazaba-. Aquí nadie nos podrá hacer daño.
Por nadie se refería únicamente a la otra persona que había allí.
Elia abrió la tartera y empezó a sacar de ella toda la comida que nos había hecho Mami, pero de pronto, se detuvo y se quedó muy quieta mirando el interior. Soltó un quegido y empezó a llorar, muy tenue, pero llorando al fin y al cabo.
-¿Qué pasa, Elia? -pregunté asustado mientras gateaba hacia ella.
-Nada, Robin –contestó limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Que tenemos a la mejor Mamá del mundo.
Me asomé al interior de la tartera y pude ver debajo de toda la comida que había sacado Elia un papel con la caligrafía de Mami.
Con los labios temblando, lo sujeté con los dedos, que también temblaban y lo leí.
Sois mi vida y mi luz, mi calma y mi hogar.
Luego me enteraría mejor de hasta qué punto estábamos cerca de ella.
Mami era la brújula que marcaba la dirección a nuestro hogar; había cosido en nuestro corazón su ser con hilos de amor y agujas de ternura, enervando con cariño, afecto y afección cada una de las punzadas. Nunca estaríamos sin Mami, pues ella luciría siempre presente en el centro de nuestro corazón; una presencia que nos acompañaría siempre, por muy lejos que estuviésemos.
Nos acompañaría a Elia y a mí.
Su guerrera y su bebé.
Sus hijos.
Que cumplían la misión de regresar sanos y salvos a su hogar. Nuestra Ítaca. Y medio de tan tormentoso viaje, en esta odisea suburbana, Elia y yo remábamos en nuestro barco, escapando de sirenas que no son como las de los cuentos, y haciéndole frente al leviatán, juntos. Siempre juntos.
Siempre.
¿Siempre?
Siempre.
¿Lo prometes?
Sí.
Elia y yo lloramos abrazados un buen rato más. A veces es bueno llorar y purgarse de la pena sin chupete que la contenga. Exprimir la tristeza a través del llanto. Es para lo único que sirve llorar.
Si cuando terminas de llora no sientes que te has vaciado de tristeza es que hay algo que has hecho mal.
Fuera ya era noche cerrada. Elia me puso de nuevo el chupete de la boca con delicadeza y me posó de nuevo sobre el colchón. A Wile, sin embargo, yo lo seguía manteniendo fuertemente aferrado a mi pecho.
Comimos de toda la comida que nos había mandado Mami. No eran manjares pero a nosotros sí que nos lo parecían. Había sándwiches de jamón y queso, de pavo y lechuga, tomate y pollo con mayonesa; diversas piezas de fruta: manzanas, fresas y mango; varias barritas de chocolate; zumos de melocotón, piña y coco; la leche de cereales para mi biberón y algunas bolsas de patatas fritas.
Nos reservamos bastante porque esas eran las provisiones para nuestro viaje y debíamos de racionarlas, pero aun así no nos quedamos con nada de hambre. Para cuando terminamos de comer ya estábamos más contentos y de mejor humor. Es increíble lo que puede hacer una buena comida por el estado de ánimo.
No obstante aún era pronto para irse a la cama y lo malo de las misiones es que cuando no estás misioneando no tienes mucho que hacer.
-¿Quieres que veamos una película en el portátil? –propuso mi hermana.
-Sí mientras no sea Downton Abbey o alguna de tus películas francesas.
-Serás… -y me dio una patada cariñosa en el costado, aunque me hizo caerme de espaldas.
Terminamos viendo Passengers, que era una especie de historia de amor espacial entre un chico y una chica que se despertaban de la hibernación antes de lo previsto en medio de un viaje hacia otro planeta que duraba varios cientos de años.
Me imaginé que yo viajaba en esa nave, y que Mami, Elia y yo nos despertábamos antes de tiempo y teníamos que hacer el viaje los tres solos, sin compañía de nadie más. Pero teníamos todo lo necesario para sobrevivir, como los protagonistas de la película: comida, agua, restaurantes de lujo, cine, juegos de arcade… y pañales para mí. Porque esa nave hacía de todo. Podía calentarme un biberón todas las mañanas, disponer de carricoches para que me pasearan, cientos películas para Mami y Elia...
Y yo podría comportarme todo el rato como un bebé; gatear, dormir en una cuna, disfrutar de los parques infantiles, llevar a Wile todo el rato conmigo… eran cosas que me estaban vetadas en el mundo real debido a las demás personas. Pero en esa nave podría ser un bebé sin tener que esconderme de nadie. Solo con Mami y Elia. No necesitaba a nadie más. Podría mostrar tranquilamente mi pañal que nadie se iba a reír de mí o hacerme algo peor.
Sería feliz.
Alejado del resto del mundo. Feliz.
Pero para los protagonistas, Mística de las nuevas películas de X-Men y Star Lord de Guardianes de la galaxia, aquello resultaba ser un infierno. Los dos solos, sin nadie más con quien hablar, con quien relacionarse, con quien jugar. Solo un barman robot. Pero los dos solos en la quietud del espacio infinito. Alejados del resto de la humanidad. Haciéndose viejos y muriendo en un viaje hacia un nuevo hogar que nunca llegarían a ver. Condenados a morir sin ver a un ser humano más.
Pero ellos eran dos personas normales (casi podía escuchar a Elia diciendo La normalidad no existe), atractivas también. Una era escritora y el otro ingeniero. Adultos hechos y derechos (el chico con un extraño sentido de la ética, todo hay que decirlo) que no tenían que ocultarse del mundo para mostrarse tal como eran. Para ellos la humanidad era compañía, complicidad, risas, diversión, apoyo. Un hombro en el que llorar o unos amigos con los que salir a cenar.
Para mí la humanidad era desprecio, humillación, burlas y golpes. Y soledad.
Mi mundo eran mis cambios de pañal, mis tomas de biberón y las dos personas que los llevaban a acabo: Mami y Elia.
Podría pasar una vida entera vagando por el espacio con ellas. Lo importante era que yo no tuviese que esconderme de nadie y pudiese vivir tal como era.
Estar a salvo.
A salvo y feliz. Con las dos únicas personas que hacen que mi vida tenga sentido. Y no importaba si era en el planeta tierra, en un barrio de Chicago, o en una nave interestelar camino de otro mundo.
Pero eso es lo que tiene la ciencia-ficción: que nos hace soñar con mundos inalcanzables, idealizados, a veces distópicos, pero en los que los héroes siempre revierten la situación.
Es ciencia-ficción y puede pasar cualquier cosa, como dicen en esa otra película.
En el mundo real, terrenal, las cosas no funcionan así. A los niños de 12 años que aún llevamos pañales nos hacen burla, nos humillan y nos marginan del resto de la sociedad, como si fuésemos unos apestados.
Ese era el mundo que yo conocía.
-¿Te ha gustado la película? –me preguntó Elia cuando empezaron a salir los créditos.
Yo me había pasado casi todo el rato perdido en mis elucubraciones así que no había podido prestarle mucha atención.
-No ha estado mal… -murmuré.
-Yo me esperaba otra cosa –murmuró Elia mientras bajaba la pantalla del portátil-. Bueno, atún –Elia dejó escapar un bostezo enorme-. Hora de dormir. ¿Necesitas un cambio?
-No –respondí tras llevarme una mano al pañal.
-Yo tengo que mear pero podré aguantar hasta mañana.
Yo tenía que tomarme el biberón, pero no iba a obligar a Elia a ir a la cocina a prepararlo, así que ignorando esa necesidad que tenía en la boquita de recibir leche caliente intenté acomodarme con Wile y dormir. Elia abrió el saco de dormir completamente, como si fuese una manta, y nos cubrió a ambos con él.
-Ale, ¿estás cómodo?
-Sí –mentí.
-Échate un poquito para allá, que si no, no cojo.
-Es que si me echo más me caigo.
-A ver, colócate un poco de costado. Intenta ponerte debajo de mi cabeza. ¿Es necesario que esté Wile aquí?
-Sí.
-Vale, pues aférralo fuerte contra el pecho.
-Eso hago.
-¿Seguro que no tienes el pañal lleno y por eso abultas más?
-Te he dicho que no.
-¿Has engordado?
-¿Has engordado tú?
-A dormir, atún.
*****
Rumiando por no haberse tomado su biberón.
Desde los 6 años, cada noche me había tomado un biberón antes de irme a dormir. Era parte esencial de mi rutina para irme a la cama, tan importante como que me pusiesen el pañal. Sin mi biberón, sin la leche calentita que chupaba por la tetina y que caía plácidamente en mi barriguita, no podía dormir.
Intenté no obstante quedarme dormido más de una vez, y casi lo consigo. Al menos de manera esporádica sí que lo conseguí. Estaba tan cansado física y mentalmente debido a lo duro que había sido aquel día que mi cerebro anhelaba un poco sueño casi tanto como mi boquita anhelaba leche; y creo que al menos un par de veces sí que conseguí dormirme, porque no recuerdo haber estado despierto todo el rato escuchando al bichito rumiar.
Sin embargo estoy seguro de que Elia no llegó a dormir ni una sola vez. La notaba moverse y cambiar de postura lentamente, con cuidado de no despertarme, porque yo fingía que dormía todo el tiempo. A veces, aún con los ojos cerrados, notaba una luz en el interior de nuestro refugio y oía los dedos de Elia golpear rítmicamente la pantalla del móvil. Me hice pipí también, pero como podía aguantar mojado no dije nada y seguí concentrándome en la imposible tarea de ignorar esa necesidad de tomarme el biberón que no salía de mi cabeza.
Me encontraba en medio de uno de esos sueños intermitentes cuando me desperté de golpe sin saber muy bien por qué. Elia me aferró de pronto muy fuerte, como yo asía a Wile, y noté su corazón latiéndole muy deprisa.
-No hagas ni un ruido –me susurró apremiante.
Entonces supe por qué.
La tos anunciaba su llegada, el suelo temblaba con cada una de sus pisadas, las paredes de nuestro fuerte se estremecían por el retumbar de toda la casa.
Mi padre se acercaba.
Sus pisadas se sentían cada vez más fuertes y las toses se oían con más claridad. Se escuchaban los esputos y flemas que salían disparados de su boca como si nos fuesen a caer encima. Si hubiera habido un vaso con agua como en Jurassic Park se habría desbordado.
No puede evitarlo y me volví a hacer pipí, pero esta vez vino acompañado de caca.
Oh, no. Lo que me faltaba.
Ahí no, ahora no.
Me llevé la mano al culo y pude notar cómo me salía la caca y se amontonaba en mi pañal.
Nonono.
Me agité nervioso.
-Robin, quieto por dios –me susurró Elia sin apenas separar los labios.
-E-Elia –tartamudeé.
Se me cayó el chupete.
-Robin, está justo al otro lado. Cállate –me ordenó en un susurro angustiado mientras me volvía a meter el chupete en la boca.
-Pero me he hecho…
-Robin, por lo que más quieras.
Ya no temblaba el suelo, así que lo único que podía significar era que se había detenido. Justo al otro lado de la puerta.
Tampoco se oían toses. Era como si estuviese intentando no hacer ruido a propósito. Para eso solo había una explicación. Elia la formuló en voz alta.
-Está escuchando al otro lado de la puerta.
Mi hermana me aferró más fuerte y pude notar cómo sus músculos se tensaban.
Yo me seguía haciendo caca encima sin poder contenerla.
Era un bebé que no controlaba nada de nada.
<<-Pero por favor –imploraba para mis adentros-, deja de hacerte caca encima>>.
Me agitaba inquieto, todo lo que me permitían los brazos de Elia enlazados en torno a mi cuerpo. No podía aguantar más. Estaba a punto de desembocar en un llanto. Mi hermana debió de notarlo porque me apretó con más fuerza y me dijo en un susurro, que casi era una súplica:
-Solo un poco más, Robin.
Finalmente, las atronadoras pisadas de mi padre se pusieron en marcha de nuevo y continuaron a través del pasillo.
-Solo va a acostarse –suspiró Elia, aliviada, y noté cómo sus brazos se relajaban-. No te muevas todavía por si acaso.
Yo había dejado de temblar porque ya había terminado de hacerme caca. Ahora me llevaba las manos a la parte trasera del pañal y chupaba mi chupete en silencio pero muy rápido, mirando al techo de nuestro fuerte.
Elia me frotó la barriguita, intentando calmarme.
Pasamos así un ratito, en silencio, hasta que por fin mi hermana decidió que no había peligro. No se oía nada en el exterior, ni pisadas ni toses, así que debíamos de suponer que nuestro padre estaba durmiendo.
-Ya ha pasado, atún -me dijo Elia tras darme un beso en la frente-. Lo has hecho muy bien. ¿Estás bien?
Yo chupaba mi chupete y la miraba en medio de la oscuridad, intuyendo por el sonido de su voz dónde debía de estar su cara; porque me gusta decir estas cosas mirando las ojos, implorando con la mirada que me cambien enseguida, pero sobre todo dejando claro lo mucho que lo siento.
-Elia, me hecho caca.
Y nada más decirlo comencé a llorar. Es como si formulando en voz alta las palabras se rompiese el dique de contención. Ya está. Me había hecho caca encima. Era un bebé.
Con esas palabras: Me, He, Hecho, Caca y Encima no estoy diciendo solamente Oye, me hecho caca en el pañal y necesito que me cambies. Estoy diciendo Siento ser un bebé, siento que tengáis que estar siempre pendientes de mí, siento no saber valerme por mi mismo, siento tener que estar todavía llevando pañales. Por favor, perdonadme. Siento de verdad tener que fastidiar vuestras vidas haciéndoos quitarle la caca a un bebé. Lo siento mucho. Soy un ser miserable que no merece ni que le quiten la caca del pañal.
Elia acercó su nariz a mi culete para olerme y comprobar que efectivamente llevaba caca en el pañal. Luego me acunó entre sus brazo para tranquilizarme antes de cambiarme. Y como su regazo no era ni por asomo tan grande como el de Mami, mi hermana cruzó las piernas y me depositó sobre ellas.
Yo ya estoy más que acostumbrado a hacerme caca en el pañal, como podéis imaginar. Nunca he hecho caca en ningún otro sitio. Nunca. Siempre en mi pañal. Pero cuando me hago caca en lugares que no son mi casa siempre me pongo nervioso, porque fuera de las paredes de mi hogar me sigo viendo como un niño de 12 años que todavía lleva pañales y se hace caca encima. Y supongo que siempre me veré así.
Elia esperó a que me terminase de calmar e inició todo el proceso del cambio.
Lo primero que hizo fue encender la linterna de su móvil y depositarlo bocabajo sobre el extendido saco de dormir, apuntando al techo con el haz de luz para romper la oscuridad y poder ver algo para cambiarme el pañal.
-Túmbate bocarriba, Robin.
Hice lo que me pedía, procurando no arrastrar mucho mi culito, que ya estaba lo suficientemente manchado de caca. Me tumbé bocarriba y separé las piernas. Elia cogió uno de los pañales de la mochila y lo dejó a mi lado. Después me volteó como si fuese un muñeco de trapo, pero con mucha delicadeza, y me soltó los botoncitos que unían la solapa trasera al resto del pijama. Luego me volvió al dejar bocarriba y tiró de mis piernas hacia arriba para abrir la solapa del todo y dejar al descubierto el pañal.
Unos ositos infantiles que llevaban pañales la saludaron.
Elia separó una de las cintas adhesivas del pañal y el ruido rompió el silencio del fuerte, de la habitación, de la casa, del barrio.
Frunch.
Hizo lo mismo con la otra cinta adhesiva y descubrió la cabecita de un osito que llevaba pañal.
Frunch.
Elia extendió el pañal hacia ella y lo separó de mi cuerpecito. Yo me rebullí inquieto y moví mi chupete más rápido. Si no llegamos a estar cobijados dentro de nuestro fuerte, seguro que me habría puesto a llorar al verme indefenso en la guarida del monstruo mientras me cambiaban un pañal con caca.
Sin embargo, en ese momento en el que mi hermana me estaba cambiando el pañal, estábamos completamente indefensos, expuestos, sin lugar al que huir ni manera de defendernos si el monstruo irrumpía en la habitación.
No era momento de hacer un cambio de pañal con muchos mimos.
Elia me izó las piernas hacia arriba tirando de los tobillos con una mano y extrajo el pañal lleno de caca con la otra. Lo apartó a un lado, lo más lejos que puso sin soltarme, y después comenzó a limpiarme el culete. Lo hizo meticulosamente, con minuciosidad, pero también con mucho cuidado, asegurándose de no frotarme con demasiada fuerza. Yo me iba sintiendo poco a poco mejor y mucho más aliviado. Hasta se me escapó una sonrisita de bebé detrás de mi chupete, sincera y llena de saliva.
Mi hermana también me sonrió y continuó limpiándome.
-¿Verdad que ya te sientes mejor?
Asentí.
Terminó de limpiarme y, todavía sin soltarme las piernas, agarró el pañal que había sacado de su mochila y me pasó la parte interior trasera por mi culito.
Parte interior trasera, qué bien me ha quedado eso.
Me la acomodó, asegurándose que encajase bien alrededor de mi culito y me dejó caer las piernas con delicadeza, sobre el extendido saco de dormir. Elia me separó un poquito las piernas para que el pañal pudiese pasar entre ellas sin muchos problemas y me cubrió con el mismo la entrepierna, pegándomelo de nuevo a mi cuerpecito y ocultándome mis genitales y mi ombligo. Mi hermana se acomodó delante de mí para poder ajustarme mejor el pañal y ver cómo me quedaba mirándome justo desde arriba. Lo prensó por ambas lados y tiró de él un poco hacia arriba, presionándome un poco la entrepierna pero quedándose mucho más ajustado.
Elia puso su mano derecha sobre esa franja azul, presionándome el pañal contra mi bajo vientre, y con la mano izquierda pinzó una cinta adhesiva de la parte trasera del pañal que estiró hacia delante, pegándola sobre un cubilete con una be. Luego sujetó el pañal con la mano izquierda, y con la derecha estiró la cinta adhesiva del otro lado hasta la franja de conejitos y cubiletes de delante, ocultando con esa acción el cuerpo de un conejito. Luego me pasó ambas manos por el pañal, casi acariciándolo.
Conejitos y cubiletes con las tres primeras letras del alfabeto sobre una franja azul que coronaba un pañal blanco la miraban desde abajo.
-Mejor, ¿a que sí?
-Gugu-ga –dije muy flojito.
Ese balbuceo infantil fue lo único que me salió.
Había sido un cambio de pañal maravilloso, de los mejores que me había hecho mi hermana. Y lo había hecho dentro de un refugio en medio de tierra hostil.
-Ahora voy a abrocharte los botones y podremos irnos a dormir de nuevo.
Elia me izó hacia ella sujetándome de las axilas y me pegó a su cuerpo, como si fuese a cargarme en brazos. Yo dejé inerte que mi hermana me cogiese, como si fuese un pelele. Elia me cerró los dos botoncitos de la solapa, cubriendo así la parte de detrás del pañal y me dejó de nuevo sobre el colchón. Me acarició la barriguita.
-¿Cómo estás? –me dijo mientras me contemplaba con una mirada llena de ternura.
-Gugu.
-¿Tienes sueño?
-¡Gagu!
-¿Vas a volver a hablar en algún momento?
-¡Gu!
-Está bien, vamos a dormir.
Elia hizo una bola con el pañal que acababa de quitarme, descorrió un fragmento de sabana de nuestro fuerte y lo lanzó a través del resquicio que dejaba la puerta apoyada sobre el armario empotrado. Luego hizo lo mismo con el otro pañal que me había cambiado al llegar. Volvió a correr la sábana y se acurrucó a mi lado, cubriéndonos a ambos con la improvisada manta. Yo estaba mucho más relajado; con mi pañal recién cambiado, Wile bajo un bracito, mi chupete en la boca y dispuesto a quedarme dormido, pero entonces me sonaron las tripas.
Me sonaron tan fuerte que hasta Elia las escuchó.
-Uy, ¿qué ha sido eso? –preguntó haciéndome una carantoña.
-Tengo hambre –esta vez sí me salieron las palabras.
-Vaya, ahora si hablas, eh. ¿Qué te apetece? ¿Fruta? ¿Chocolate?
-Elia… -comencé tímidamente.
-¿Otro sándwich?
-No…
-¿Zumo?
-Elia…
-Sé lo que quieres pero estoy tratando de disuadirte.
*****
Estábamos fuera de nuestro fuerte, listos para hacer una incursión nocturna. Yo llevaba mi chaqueta abrochada por encima del pijama y me había puesto la capucha. Elia se había cubierto también con la capucha de su sudadera.
Nos sentíamos como dos justicieros nocturnos, dos héroes de los barrios bajos de una gran ciudad corrompida por el crimen. No nos podían ver.
Yo me sentía también un poco culpable. Nos estábamos exponiendo a un peligro innecesario por mí, porque necesitaba un biberón.
Fijaos en que he empleado el verbo necesitar. No querer, antojar o apetecer.
Necesitaba tomarme un biberón.
Si hubiese sido un capricho, un deseo infantil, jamás hubiese hecho que Elia y yo nos expusiésemos a aquello.
Necesitaba tomarme un biberón antes de dormir igual que necesitaba llevar pañales porque me hacía pipí encima.
Soy un bebé.
Elia había intentado antes que me tomase el biberón con la leche fría, pero no hubo manera. En cuanto ese líquido proveniente del círculo polar ártico rozó mi boca, casi me da un arcada y aparté rápidamente mis labios de ese biberón que me había traicionado, y que estaba frío como la casa en la que intentaba tomármelo.
Mi hermana también intentó calentar el biberón con su mechero, rodeándolo y sujetando la lumbre justo debajo, pero se le apagaba cada dos por tres y parecía que se fuese a derretir antes el plástico que subir de grados la leche de su interior.
De modo que no nos quedó más remedio que planear una incursión nocturna a la cocina.
Elia dijo que iría sola y que yo la esperaría en nuestro fuerte pero yo le contesté que bajo ningún concepto me iba a separar de ella así que tuvo más remedio que llevarme consigo. A quien sí íbamos a dejar en el refugio era a Wile, porque yo tenía que ir de la mano de Elia todo el rato y necesitaba tener la otra libre para sujetar el biberón y la botella de leche.
-La cocina tiene que ser la puerta entreabierta que daba al salón. Salón, recibidor, vertedero… lo que sea eso –Elia me recordaba el plan-. Yo iré delante alumbrando el camino con la linterna del móvil. No encenderemos ninguna luz bajo ningún concepto. Tú irás detrás de mí, sin soltarme la mano. Te fijarás muy bien donde yo pise y seguirás mi pasos. Por supuesto no tengo ni que decir que nada de hablar, llorar, balbucear… Si te entran ganas de llorar, muerdes el chupete hasta que se te pasen. Si rompes la tetina, esta noche chupas la del biberón y el lunes te compramos otro. El objetivo es pasar totalmente desapercibidos, como si siguiésemos en la habitación.
Respecto a lo de romperme la tetina, no sabía si Elia bromeaba o no pero como no quería saber la respuesta pregunté otra cosa que también me inquietaba.
-¿Qué pasa si la puerta que hemos visto no da a la cocina?
-Que tendrás que tomarte el biberón frío o no dormir el resto de la noche. En marcha.
Cuando Elia descorrió el tocador y abrió la puerta, las bisagras chirriaron en medio de la noche.
-Muy apropiado –murmuró.
Hay monstruos que dan más miedo cuando duermen, porque te confías y se pueden, despertar en cualquier momento, pillándote totalmente desprevenido.
Los ronquidos del engendro de la morada inundaban la por lo demás silenciosa noche y provocaban que se me erizase todo el vello del cuerpo. Lamenté haber dejado a Wile solo; si no regresábamos no habría nadie que pudiese cuidarle, hacerle compañía, jugar con él, cambiarle el pañal… pero mi amigo de felpa no podía venir con nosotros.
Como dijo Elia, era una carga innecesaria que solo pondría en peligro la misión.
Si os digo la verdad, creo que a mi hermana nunca le ha caído muy bien Wile.
La casa daba aún más miedo sumida en la oscuridad y los ronquidos del monstruo resonaban entre las paredes y dentro de nuestra cabeza. Pero tenían algo bueno: mientras los escuchásemos, sabríamos a ciencia cierta que seguía durmiendo. Eran como una alarma siempre constante de que no había peligro, al menos en ese instante. Pero aun así debíamos de llevar un extremo cuidado.
Elia y yo avanzábamos despacio, tratando de pisar lo más suave posible para no hacer ruido, pero mi pañal sonaba con cada uno de mis pasos. El roce del plástico sobre mi piel y la tela del pijama. Volví a sentirme muy miserable por exponer a mi hermana a ese peligro semejante, y todo por mi condición de bebé. Me entraron ganas de llorar, peor me contuve.
Era un bebé, pero eso no tenía por qué significar que fuese un cobarde.
Elia avanzaba de costado, vigilando muy bien donde pisaba e iluminando el suelo con la linterna del móvil. La otra mano me la daba a mí. Y a pesar de que eran nuestra señal de que no corríamos peligro, cada ronquido de nuestro padre nos helaba la sangre.
Se me volvió a escapar un poquito de pipí. Si se detenía ahí la cosa podría dormir, pero si me salía más, Elia tendría que cambiarme otra vez antes de acostarnos de nuevo.
Llegamos al salón y vimos los restos de lo que nuestro padre había estado haciendo toda la noche: varios botes de cerveza amontonados sobre la mesa de al lado del sofá, el envoltorio de una pizza congelada y un cenicero lleno de colillas.
-Por aquí –me apremió Elia.
Cruzamos la estancia hasta la puerta entreabierta.
Efectivamente era la cocina.
Estaba más sucia aún que el resto de la casa. Toda la encimera estaba llena de restos de comida enlatada, botes de cerveza y envoltorios de platos precocinados. Sobre el fregadero había una pila de platos sucios y varios mosquitos que revoloteaban por encima. El cubo de basura era enorme, como esos que están en callejones húmedos con escaleras de emergencia por la pared del edificio; y sospecho que era de ahí de donde se lo había traído. Pero aun así, el cubo se quedaba pequeño para la cantidad de bolsas de basura que acumulaban encima y las que estaban esparcidas a su alrededor.
Había en toda la estancia una peste que se te metía hasta en los pulmones.
-No respires mucho, Robin –me dijo mi hermana muy flojito mientras miraba asqueada a su alrededor-.Puaj –exclamó-. Menos mal que Mamá nos ha traído comida, si tengo que probar algo que haya salido de esta cocina, creo que vomitaría.
Siguió iluminando con el móvil la cocina. El silencio nos invadía por completo. No se oía absolutamente nada.
Mojé el pañal antes de hablar siquiera.
-Elia… -dije temblando-. No se oyen los ronquidos…
A mi hermana se le desencajó la cara. Me miró con los ojos aterrados un segundo antes de reaccionar.
-Ni te muevas –ordenó.
Salió de la cocina con alumbrándose con el móvil, por lo que yo me quedé a oscuras, de pie y solo. Me entraron ganas de llorar, pero debía de ser valiente, así que prensé el chupete muy fuerte con los dientes y chupé de la tetina hacia dentro como si quisiera extraerle leche, presionando el plástico fuertemente contra mis labios.
Elia volvió al cabo unos segundos pero que a mí me parcieron horas. Cuando entró de nuevo en la cocina lo primero que hizo fue iluminarme la cara, con lo que tuve que apartar los ojos del punto de luz de su móvil.
-Sigue durmiendo. En el salón se oyen sus ronquidos pero aquí no llegan. ¿Has encontrado el microondas?
-¿Cómo voy a encontrarlo si me has dejado a oscuras?
-Ay, cierto. Perdón –se disculpó-. Vamos a buscarlo.
Por suerte lo encontramos enseguida, aunque no era fácil verlo a simple vista. Estaba sobre la encimera, pero tan rodeado de latas de conserva vacías, cartones de vino y latas de cerveza que era imposible siquiera vislumbrar que allí podía haber un microondas.
Mi hermana cogió con la punta de los dedos el cuchillo menos sucio que encontró y se valió de él para abrir la puerta del microondas.
-Mañana tendré que cortarme esta mano –dijo-. Pásame el biberón.
Le di el biberón a Elia, que le desenroscó la tetina y me la pasó.
-Ahora la botella de leche.
Se la tendí. Elia lo abrió con la boca y se escupió el tapón en la palma de la mano. Decantó la leche en el biberón hasta que estuvo casi lleno y me pasó la botella de nuevo junto con el tapón.
-Podríamos haber llenado el biberón en el cuarto –dije mientras cerraba la botella.
-Chitón. Me acabo de dar cuenta yo también.
Elia metió el biberón en el microondas y le dio un minuto a la ruletilla.
El silencio nocturno se rompió por el sonido tan desagradable que hacen los microondas; y además este en particular producía un ruido horrible.
-Así no podremos oír si deja de roncar o no –meditó Elia, y enseguida tomó una decisión-. Asómate a la puerta por si ves que se enciende alguna luz.
-Y si se enciende, ¿qué hacemos?
-Supongo que suplicar por nuestra vida. Pero si tengo que arrodillarme me gustaría que fuese en un suelo más limpio. Ve de una puta vez.
Andé pomposamente, como me permitía el pañal, hasta la puerta de la cocina. Me asomé con mucho miedo pero solo había oscuridad apenas rota por la débil luz que entraba por la venta entreabierta, marcando la figura del marco sobre la pared y los muebles. Parecía la sombra de una cruz invertida.
Y entonces la vi. Estaba encima de una repisa de obra, al lado de un candelabro sin vela, iluminado parcialmente por la luz que entraba desde el exterior, pero aun así era inconfundible.
Era una cajita de música que pertenecía a Mami, y que cuando la abrías tocaba una nana mientras un cisne giraba sobre una superficie que imitaba un lago. Recuerdo que Mami me la ponía algunas noches para que me ayudara a dormir, y sobre todo para no oír los gritos que provenían desde fuera de mi habitación.
Era una cajita de latón, muy sucia y gastada. Había pertenecido a la madre de Mami, y antes a la madre de esta. Era uno de esos objetos que pasan de generación en generación y que Mami no había tenido tiempo de coger en nuestra apresurada huida seis años atrás.
¿Por qué la conservaría ese ser despreciable?
Por lo que recordaba, a ese monstruo que se hacía llamar nuestro padre nunca le había interesado la música, ni nada que tuviese que ver conmigo.
Solo la guardaba porque era un objeto al que Mami le tenía mucho cariño, y seguro que en su primitiva mente pensaba que así la fastidiaría de alguna forma.
Un momento.
Ata cabos, Robin.
La caja de música es pequeña, y está vieja, sucia y oxidada.
Oxidada, vieja y sucia como la cerveza que le había puesto a Elia aquel camarero.
¡Y era una pista!
¡Ese era! ¡Lo estaba viendo!
¡Ese era el objeto que había que encontrar para Mami!
En realidad esa descripción podía pertenecer cualquier objeto de metal que hubiese en la casa, pues todos eran viejos y estaban sucios y oxidados, pero esa cajita… Ese era el pequeño tesoro que debíamos recuperar para nuestra reina.
Casi se me sale el corazón cuando Elia puso una mano sobre mi hombro.
-Esto ya está caliente, Robin. Vámonos.
Regresamos a nuestro fuerte como habíamos venido: en silencio, mirando donde pisábamos y alumbrándonos con el móvil.
Mi mente no dejaba de pensar en esa cajita de música. Casi podía oír de nuevo su nana. Era sin lugar a dudas el tesoro que habíamos ido a buscar, lo que justificaba toda aquella misión.
Pensé en decírselo a Elia. Ella sin lugar a dudas trazaría el plan para hacerse con él, pero entonces la vi allí, en medio de la oscuridad, poniéndose en peligro, tentando a la suerte… Y solo por mí. Para que me pudiese tomar mi biberón de leche caliente. Porque soy un bebé; y cuando no era un biberón, era un cambio de pañal en un bar hostil o en una casa peligrosa, era también enfrentarse a mis amigos por mí, era sacrificar tantas noches sin salir porque tenía que quedarse en casa a cuidar de su hermano de 12 años que todavía llevaba pañales.
Lo mismo pasaba con Mami. Me había literalmente salvado la vida muchas veces: enfrentándose a mi padre; cambiándome el pañal siempre que lo necesitaba, donde fuera y cuando fuera; defendiéndome de todas las personas del mundo que me maltrataban, que no eran pocas; dedicando su vida a cuidar de mí, que con 12 años aún llevaba pañales, tomaba biberón y tenían que cambiarme, acostarme, alimentarme y bañarme. Y esas cosas la inmensa mayoría de las veces las hacía Mami.
Siempre me había sentido muy miserable a la par que afortunado por necesitar y tener a dos personas que se ocupaban de mí.
Y yo nunca había podido darles nada a cambio.
Solo pañales con pipí y caca, noches sin dormir, y mucho tiempo robado.
Pues bien, recuperar ese objeto sería mi forma de agradecerle tanto a Mami como a Elia todos los sacrificios que habían hecho en sus vidas por mí.
Recuperaría la cajita de música para Mami.
No pondría en peligro a Elia.
Yo trazaría el plan.
Yo me adentraría en la oscuridad.
Y lo haría solo.
Pero de momento, Elia tenía que cambiarme el pañal y darme el biberón antes de acostarme.
*****
La luz entraba sin contemplaciones por los resquicios de la persiana rota y a medio subir e iluminaba toda la habitación. La tela que formaba las paredes de nuestro refugio eran translúcidas tirando a transparentes por lo que nada más abrir los ojos, la fría luz de la mañana impactó en mi mente aún adormilada.
Odio eso.
Con lo maravillosos que es despertar a oscuras y sentir que la noche aún no ha acabado, y que puedes robarle unos minutos antes de enfrentarte a un nuevo día. Acurrucado con tu peluche; el pañal fuertemente agarrado, mimetizado con el resto del cuerpo tras una noche aferrado a tu cintura; y tu chupete, que también forma parte ya de tu anatomía bucal. Y siempre bien cobijado debajo de las sabanas.
Es en esos momentos, cuando aún estás entre el sueño y la vigilia, cuando aún se vive dentro de la tierra de los sueños y la magia que envuelve ese mundo onírico sigue presente en ti.
Ese es el despertar que me gustaría tener todos los días de mi vida, sintiendo también el suave roce en el hombro de la mano de Mami, sacándome del mundo de los sueños y acunándome hacia el día. Luego me cambiaría el pañal con la ternura que solo una madre es capaz de transmitir en cada gesto. Después me acurrucaría en su regazo y me quitaría tiernamente el chupete de la boca para darme el biberón.
Así sería feliz.
Pero ahora estaba en un refugio en territorio hostil, con la luz del sol, fría, penetrándome en los ojos y obligándome a cerrarlos de nuevo.
Pero ya es tarde; una vez que has abierto los ojos, ya no puedes volver a la tierra de los sueños. La magia se ha roto, la realidad se vuelve presente, fría y despiadada, como la mofa al débil.
Porque aunque en el mundo de los sueños reinen las pesadillas, el abrazo de Mami siempre está ahí para salvarte de monstruos con risas obscenas que te escupen y de amigos que se burlan de ti por llevar pañales.
Ahora, por más que cerrara los ojos, la luz matinal ya había hecho su trabajo y no podía regresar al cobijo de un mundo mejor, feliz al menos.
Tampoco había sábanas en las que ocultarse de la luz, solo un saco de dormir abierto en su totalidad que nos cubría a mi hermana y a mí.
Fue un despertar triste.
Esa no es manera de tratar a un bebé.
Como no podía volver a dormir, traté de estar lo más quieto posible para no despertar a Elia, aunque era casi imposible que pudiese moverme, pues mi hermana me tenía fuertemente agarrado entre sus brazos y se acurrucaba en torno a mí de igual manera en la que yo lo hacía con Wile; los dos abrazando a nuestro peluche particular que llevaba pañales.
Hablando de pañales….
Llevé la mano al mío; mojado, pero eso no era ninguna novedad. Me llevé también la mano al culito para comprobar si me había hecho caquita, teniendo que deslizarla por el costado porque estaba totalmente apresado por los brazos de Elia. El resultado de la exploración fue negativo así que la mano volvió a deslizarse como si fuera una culebra demasiado gorda para arrastrarse entre la maleza.
Apreté a Wile muy fuerte contra mi pecho y me encogí más sobre él, con lo que me hice más un ovillo; y Elia me siguió con su abrazo, aferrándose más a mí.
Chupé mi chupete. Con cuidado de no despertar a Elia con el ruido del chup, chup y comencé a trazar en mi cabeza el plan maestro.
El objetivo era recuperar la cajita de música sin que Elia se enterase y darle una sorpresa, pero sobre todo era hacerlo sin que mi padre me descubriese. Podía vislumbrar mi triunfo: le daría a Mami la cajita de música al llegar a casa, ella pondría cara de sorpresa primero y después me daría millones de gracias. Y Elia también. Ambas me dirían lo valiente que había sido por recuperar el tesoro de Mami y yo les diría que era un regalo por cuidar siempre de mí.
A primera vista era un plan sencillo: recuperar la cajita de música sin que nadie me viese. Y la ejecución también era sencilla: esperar a que Elia estuviese dormida y escabullirme de nuestro refugio para colarme en el pasillo, coger la cajita y regresar con ella a la habitación sin ser detectado por el monstruo.
Las partes más complicadas del plan eran las primeras; esperar a que mi hermana se durmiese y salir sin que notara mi ausencia, pues Elia dormía abrazada muy fuerte a mí. Y también estaba el hecho de que ella se tenía que dormir antes que yo; cosa que era bastante difícil, pues Elia permanecía despierta y en guardia hasta que yo me dormía. Y tenía la sensación de que también seguía así durante mucho tiempo después.
Me toqué el asa del chupete pensativo, tratando de encontrar con una solución a ese acuciante problema. No fue un movimiento muy brusco, pero llevarme la mano hasta el chupete debió de ser suficiente para que Elia se despertara. O al menos, soltó un gemido molesto y después un pequeño bostezo.
Su abrazó se relajó, mi hermana separó sus brazos de mi cuerpo y se desperezó dentro de nuestro fuerte. Estiró sus brazos y piernas soltando un quejido muy fuerte, abrió los ojos y me miró. Su mirada era cansada, pero feliz. Una sonrisa la acompañaba. Se puso de lado, apoyando la cabeza sobre un brazo y con el otro me alborotó el pelo.
-¿Cómo has dormido, atún? –me pregunto a la vez que bostezaba.
-Bien –contesté, con la voz taponada por el chupete.
Elia gimió, cerró los ojos y se acurrucó en torno a mí de nuevo. Me empezó a dar palmaditas suaves en la parte de atrás del pañal.
-¿Has tenido sueños malos? –tenía los ojos cerrados, pero aún sonreía, como si pudiera verme a través de los párpados.
-No –contesté.
-Me alegro mucho, atún –dijo con una voz con la que parecía que iba a volver a dormirse.
Se quedó quieta, todavía abrazada a mí pero sin aferrarse como en la noche.
-Elia… -dije flojito.
-¿Si, atún? – dijo sin abrir los ojos.
Comprendí que mi hermana estaba todavía en ese sitio del que os he hablado antes, entre el sueño y la vigilia.
-¿Estás despierta? –pregunté tímidamente. Y di un chupeteo.
Elia asintió con la cabeza, todavía sin abrir los ojos.
-¿Tengo que cambiarte el pañal?
-Puedo esperar…
Elia se volvió a desperezar profiriendo otro quejido. No sé si alguna vez habéis visto desperezarse a un tigre, pero Elia me recordó mucho a uno. Estiró sus brazos y piernas como si quisiese aumentar su estatura, abrió mucho la boca y lo que iba a ser un bostezo lo convirtió en algo que sonaba casi como un rugido.
Finalmente se incorporó sobre las rodillas y se crujió el cuello a ambos lados.
Crack. Crack.
-Dios –fue lo único que pude decir.
Mi hermana por fin abrió los ojos.
-Clementine dice que un día me voy a quedar paralitica haciendo esto.
Elia me contempló desde arriba. Su hermano pequeño llevaba puesto un pijamita enterizo, con un pañal que abultaba muchísimo; movía un chupete en la boca y aferraba un peluche bajo el brazo que también llevaba un pañal mientras agitaba sus extremidades como un bebé, tratando de imitar a su hermana mayor.
-¿Pero cómo puedes ser tan mono?
Entonces Elia se abalanzó sobre mí y comenzó a hacerme cosquillas despiadadamente por todo el cuerpo. Yo pataleaba a diestro y siniestro, intentando zafarme de sus dedos que se movían como arañas por mi costado y barriguita.
Me reí tanto que se me cayó el chupete. Estábamos haciendo mucho ruido, pero no importaba. Durante un momento logré olvidarme de dónde estábamos y qué hacíamos allí. Y sobre todo con quién estábamos.
Solo existíamos Elia y yo, y el único mundo posible era el del interior de nuestro refugio, donde todavía podía pasar algo tan sencillo y tan maravilloso como que una hermana le hiciese cosquillas a su hermano pequeño.
No importaba si mi primer despertar había sido duro y frío; Elia estaba consiguiendo ahora que tuviese un amanecer como necesita un bebé: con mimos y juegos, para hacerme olvidar el mundo exterior. El mundo fuera de nuestro refugio, el mundo hostil.
-Para, para… ¡Eliaaaa! ¡JI, JI, JI, JI, JI! ¡Para, por favor…! Me haré pipí encimaaa… ¡Ay! ¡JI, JI, JI, JI!
-No importa, tenemos treinta pañales –contestó Elia mientras no cesaba ni un instante su despiadado ataque.
Solo se detuvo después de un buen rato, cuando yo ya estaba exhausto, respirando entrecortadamente, con el pelo alborotado y sudando. Pero feliz. La miré desde abajo e hice el gesto de chupar con los labios. Elia rebuscó por el saco de dormir y encontró mi chupete. Me lo puso en la boca y comencé a chuparlo mientras sonreía y se me caía un poquito de baba. Mi hermana me la limpió con la manga de la sudadera con la que había dormido y me apartó varios mechones de pelo de la frente.
Evidentemente había mojado el pañal durante su ataque cosquillil. Me llevé las manos a la parte delantera y murmuré, divertido y con cierta sorna:
-Ahora tienes que cambiarme.
-Tsk, tsk –Elia chasqueó la lengua y negó con el dedo, dándome la espalda y cruzándose de brazos.
-¿¿Cómo que no?? –me incorporé y me abalancé sobre ella.
Elia yo rodamos por el suelo y nos precipitamos fuera de nuestro fuerte envueltos en una maraña de brazos y empujones. Nos dimos de bruces con un mueble viejo y terminamos los dos bocarriba, uno al lado del otro y riéndonos sin parar.
Luego me cambio de pañal, por supuesto. Era solo una broma.
Me cargó de nuevo hasta dentro del refugio y me soltó uno a uno los botoncitos del pijamita antes de quitármelo del todo. Me dejó totalmente desnudo a excepción del pañal, con lo que me puse un poquito inquieto al verme en esa situación y en ese lugar, pero nuestro refugio nos protegía así que me calmé un poco, aunque no demasiado. De todas formas, Elia debió de notarlo, porque se apresuró con el cambio.
Me despegó las dos cintas adhesivas del pañal con dos rápidos movimientos. Frunch y frunch. Me izó las piernas hacia el techo y me retiró el pañal mojado. Después me limpió rápidamente y con mucho esmero para pasar el pañal nuevo por debajo de mi culito y dejarme reposar sobre el mismo. Me lo ajustó un poco y me lo pasó por la entrepierna. Finalmente me lo agarró fuertemente en torno a mi cuerpecito pegando las dos cintas adhesivas sobre una superficie repleta de cochecitos, trenes y semáforos.
Sonreí al sentirme mucho mejor ya cambiado y Elia terminó de vestirme. Me puso el bodi, ayudándome a introducir mi cabecita y los bracitos, y luego desenrollándolo hacia abajo, cubriéndome torso, barriguita y pañal, y abrochándome los tres botoncitos debajo del pañal, con lo que sentí el pañal más sujeto aún si cabe a mi cuerpecito.
Me estaban empezando a gustar mucho los bodis. Además de que evitaban que se me viese el pañal por fuera, que siempre estaba bien.
Elia me puso después un pantalón de chándal que me había mandado Mami y una camiseta roja con la eme de Super Mario.
-Ya está –dijo mientras me contemplaba como si fuese su obra de arte recién acabada-. Mira qué guapo estás –y me dio una palmadita en el pañal.
Ella siguió con la misma ropa que llevaba; solo se puso las botas militares. Cogió mi biberón ya vacío de la noche anterior, a mí de la mano y me dijo:
-Ale, vamos a desayunar.
-¿Fu-fuera? –tartamudeé.
-Sí –Elia se inclinó para estar a mi altura-. No te preocupes que no va a pasar nada. Vamos a la cocina, te calentamos el biberón y volvemos. Yo tengo que ir al baño porque me estoy meando cosa mala pero no tardaré.
-Iré contigo –dije inmediatamente.
La idea de despegarme de Elia me aterrorizaba. Me acordé del plan que debía de llevar a cabo esa noche y me dio un vuelco el corazón y casi mojo el pañal que acababan de ponerme.
-Como quieras –contestó Elia, y me alborotó el cabello.
-No te olvides de llenar aquí el biberón.
-Muy cierto.
Salimos del cuarto cogidos de la mano. Elia llevaba en una mi biberón lleno de leche y yo sujetaba de la otra a Wile. No habría podido dejarlo solo otra vez.
La casa estaba sumida en el silencio. Pero no era un silencio seguro, apaciguador. Uno de esos silencios que invaden la noche tranquila. Era de día, por la mañana, por lo que el silencio no podía ser otra cosa que preocupante, hasta cierto punto alarmante. El monstruo no dormía; no se oían toseras. Pero tampoco paredes retumbando con sus pisadas ni la televisión encendida a todo volumen. Era un silencio que nos hacía estar en guardia. Y frío. Era un silencio muy frío.
-No debe de estar en casa –aventuró Elia.
Pero tenía razón, llegamos a la cocina y tampoco estaba. Los dos dejamos escapar el aire y nos relajamos un poco. Nos soltamos las manos, pero yo seguí aferrado a Wile. No podría estar nunca tranquilo en esa casa.
Elia metió mi biberón en el microondas valiéndose del mismo cuchillo que había empleado la noche anterior. Mientras mi biberón giraba en el microondas, comenzó a abrir los armarios de la despensa y los cajones de la cocina.
-Así les vencerás, Elia –murmuró para sí misma-. No paran de subestimarte.
-¿Qué dices? ¿Y qué estás haciendo? –pregunté mientras la veía rebuscar por los cajones.
-Me siento un poco como Bruce Willis en Pulp Fiction, cuando va a su casa a buscar el reloj de su padre sin que le vean los secuaces de Marcelus Wallace. ¿Te acuerdas de esa escena?
-Sí, al final se confía y un matón le encuentra–le recordé.
-Sí, pero lo mata -replicó Elia-. Además, quiero cotillearle un poco a este imbécil. Seguro que pasa coca o algo.
El microondas hizo pín y el biberón dejó de girar en su interior.
-Elia, por favor, ¿podemos volver al refugio? Me siento muy incómodo aquí –me llevé un mano al pañal porque creía que me iba a hacer pipí.
-Está bien –concedió mi hermana.
Cerró la puerta del armario en el que estaba husmeando y abrió la del microondas con el mismo cuchillo. Sacó el biberón y lo sopesó entre sus dedos antes de enroscarle la tetina.
-Le he dado dos minutos al microondas porque ahora no tenemos que estar pendientes de…
En ese momento oímos unas llaves girando dentro de la cerradura de la puerta de la casa y cómo esta se abría. Una tos envuelta en flemas y carraspeos que sonaba a esputos precedió unas pisadas que hacían retumbar toda la casa. Me fijé en un vaso medio lleno de cerveza que había sobre la mesa y vi que en su superficie volvían a producirse esas ondas de Jurassic Park. Y cada vez vibraban más y más fuerte.
El monstruo venía hacia aquí.
-¿Qué hacemos, Elia? ¿Nos vamos a la habitación? –pregunté aterrado mientras me aferraba a su cintura.
-No –contestó tajante, pero noté un deje de preocupación en su voz-. No estamos haciendo nada. Ponte detrás de mí.
El monstruo apareció en la cocina; calvo, mórbido, sin cuello y sudoroso. Sujetaba un paquete de bollos en una mano y se nos quedó mirando con su habitual mirada de repugnancia pero también con cierta sorpresa al vernos allí de pie, en medio de su sucia y pestilente cocina.
-Mira tú por dónde –dijo sonriendo como un bobalicón.
-Solo hemos venido a coger el desayuno –contestó Elia mientras estiraba un brazo hacia atrás y me rodeaba con un gesto protector.
-¿Y qué cojones vais a desayunar, si aquí no tengo nada? –sus ojos fueron entonces hasta el biberón que mi hermana sujetaba en la mano-. Ahhh, ya entiendo….
-Robin desayuna un biberón –aclaró Elia-. ¿Hay algún problema con eso?
-Por mí como si se toma cuarenta al día. La última vez que le vi era un crío pequeño y mimado. Con 6 años y parecía que tuviese 3. Y ahora con 14 parece que tiene 1. O menos. Mírate, renacuajo –tiró las llaves de cualquier manera encima de la encimera y dio un paso hacia nosotros.
Elia me apretó más fuerte pero no retrocedió.
-Amariconado, flojo… Más flojo que el pedo de un maricón –río de su ocurrencia de neandertal como un neandertal-. Te cagas encima –volvió a reír con aquella risa estridente que tanto aparecía en mis pesadillas.
No pude evitarlo y mojé el pañal.
-¿Has terminado? –le espetó Elia.
-¡No! –bramó, y su aliento exhaló un olor a tabaco y alcohol barato, y eso que aún era por la mañana-. Me das asco, maldito crío. Mírate –me miró a la vez que soltaba un resoplido y avanzó más hacia nosotros.
Yo empecé a llorar pero Elia se mantuvo firme, cubriéndome con su cuerpo.
-¿¿No te da vergüenza?? ¿¿¿Es que no te pegan en el colegio??? ¡¡Menuda mierda estás hecho!!
Yo veía el rostro de mi hermana pero notaba su ira contenida correr por sus venas, y claro al final se desbordó.
-¡¡CÁLLATE, CERDO!! –dio un paso hacia él y mi padre se achantó-. No se te ocurra. Jamás. Nunca. Mientras esté yo aquí. Nunca. Decir algo de Robin, de Mamá, o de mí. ¿Me has entendido, puto neandertal?
Durante un momento parecía que mi padre fuese a darle un bofetón, pero se lo pensó mejor, resopló y se dejó caer en una de las sillas que rodeaban la mesa. Mi padre apartó de un manotazo los restos de comida que tenía enfrente y abrió su caja de bollos. Empezó a comérselos como si llevase un mes ayunando. Se metía el bollo entero en la boca, y al masticarlo, el glaseado y la nata se le escurrían por los labios.
Elia lo observaba con expresión desafiante y furiosa. Todo su cuerpo temblaba pero ella se mantenía firme, sin dejar de sujetarme en ningún momento. Yo había empezado a llorar en silencio y movía mi chupete intentando no hacer ruido para pasar lo más desapercibido posible; y sobre todo para no hacer enfadar aún más a mi padre, pues odiaba todas mis cosas de bebé y yo no quería más problemas.
Solo quería estar con Mami, acunado en su regazo.
Mi padre seguía mordiendo los bollos de crema, impasible, mientras se manchaba los dedos, las mangas de la camisa a rayas y el relleno caía hasta pringar también la mesa de fornica. Elia apartó haciendo un gesto de asco y exasperación.
Justo cuando ya íbamos a irnos, el monstruo se giró hacia nosotros y nos habló. Tenía la barba alrededor de la boca llena de nata, azúcar glasé y crema. Se le había manchado también la camisa pero no pareció darse cuenta. Y si lo hizo, no pareció importarle.
-Por cierto –dijo mientras se sacaba del bolsillo del pantalón un paquete de Chester y extraía un cigarro con la boca-, esta mañana en el bar estaban contando una cosa muy graciosa –sacó un mechero del otro bolsillo y se encendió el cigarro. Le dio una larga calada antes de continuar tras una sonora tos-. Al parecer ayer llegaron por la noche una chica joven con un crío que aún se meaba encima –le dio otra calada y volvió a toser. Esta vez más fuerte que antes. Se le formó un esputo en la boca y escupió al suelo un moco verde oscuro y pegajoso.
-Qué asco, joder –dijo Elia sin cortarse un pelo, apartando la vista.
-Es este puto niño, que me va matar. Parece mentira que haya salido de mí.
-En eso estamos todos de acuerdo.
-Vas acabar maricón perdido como no te espabiles, niño. Tragándote rabos del tamaño mi brazo...
Elia dio un paso al frente, cogió caja de bollos y la lanzó a la otra punta de la cocina. Esta se estrelló en la pared y se mantuvo ahí unos segundos hasta que cayó al suelo con un ruido sordo, dejando restos de crema, mermelada y nata en los ya de por sí sucios azulejos.
-El siguiente eres tú –le dijo muy seria.
Yo estaba muy asustado. Elia sobrepasaba cada vez más el límite, tensando tanto la cuerda que en algún momento se rompería. Lloré más fuerte sin poder contenerme y volví a mojar el pañal.
-Elia, por favor… Tengo mucho miedo… –le tiraba de la sudadera con la manita que no aferraba a Wile-. Por favor, vámonos. Tengo pipi… Dame mi bibe… Da igual todo…
Elia me aupó y pude ver cómo tenía los ojos empañados. Me apretó contra su cuerpo y me besó en la frente de manera protectora.
-Nos vamos ya, atún.
-Patético.
Elia se giró hacia él. Seguía teniendo los ojos llorosos pero ahora emanaban odio y furia, y echaban tantas chispas que habrían amedrentado a cualquier bestia.
Mi padre, por supuesto se acobardó y se encogió en su silla.
Elia cogió mi biberón de la encimera todavía conmigo en brazos y echó a andar hacia la puerta.
-Un momento –nos llamó sin girarse.
-Rapidito –le dijo Elia.
Mi padre apuró su cigarro y si giró en su asiento para mirarnos haciendo un considerable esfuerzo. Elia lo fulminaba con la mirada, cargándome a mí en brazos. Si le pesaba no dio muestras de ello.
El monstruo se encendió otro cigarro y continuó.
-Decía –exhaló el humo con parsimonia- que en el bar me han contado una cosa muy graciosa. Una chica y su hermano pequeño. Parece ser que llegaron ayer por la noche. El crío aún se meaba encima. Hubo un poco de jaleo, ¿sabéis? ¿Qué coño hacían allí? ¿De dónde habían salido? Me dijeron que incluso la chica se les puso chulita, ¿te lo puedes creer? –miró a Elia, que le sostenía la mirada sin pestañear. Mi padre le dio otra calada al cigarro-. Y que casualmente el váter se les atascó. Me han preguntado esta mañana si los había visto o algo por aquí, o si me había cruzado con ellos. Por supuesto les he dicho que no. Qué vergüenza, eh. Que alguien pudiera pensar que tengo que ver algo con vosotros.
-Lo mismo pensamos nosotros de ti.
-Escucha, niña –mi padre dejó el cigarro a un lado y miró a Elia con expresión amenazante-. Acuérdate de lo que hablamos anoche. Yo no te jodo a ti y tú no me jodes a mí. Solo estáis aquí porque me apetecía putear un poco a vuestra madre, pero que conste que no quiero tener nada que ver con vosotros. Por mí como si este se caga encima, o tú fornicas con perros, a los dos os atropella un camión. Me da igual. Y me suda también la polla si atrancasteis el váter de Frank o no, pero eso sí, no intentéis joderme porque os arrepentiréis los dos.
Yo estaba empezando a convulsionar, y se me salió la caca. Estaba terrado. Me agitaba incontrolablemente encima de Elia, quien tuvo que agarrarme más fuerte porque entre espasmo y espasmo estuve a punto de caerme varias veces. No tenía control sobre mi cuerpo. Temblaba y me hacía caca encima. Y a la vez tenía el cerebro paralizado, sin poder reaccionar, pensar o siquiera hablar. Intenté decirle a Elia que me había hecho caca en el pañal, pero solo emití balbuceos. Elia, sin embargo, cuando me hubo sujetado mejor, se inclinó hacia mi padre y le preguntó, muy seria e ignorando al bebé que llevaba en brazos y que no paraba de agitarse:
-¿Has terminado?
-Sí, maldita sea. Lárgate con ese crío fuera de mi vista.
Cuando llegamos a nuestro cuarto, Elia atrancó la puerta empujando el tocador con el pie y corrió conmigo hasta el fuerte. Entramos y me reposó con suavidad sobre el colchón. Dejó el biberón a un lado y me contempló horrorizada.
-¡Robin! ¡¡Robin!! ¡¡¿¿Qué te pasa??!! –me puso las manos en los hombros, intentando frenar mis espasmos.
Yo ni siquiera podía contestarle. Ya no podía ni llorar. Tenía tanto miedo que no era capaz ni de producir lágrimas. ¿Dónde estaba? Me había hecho caca encima. Y pipí. Muchas veces. Tenía el pañal lleno.
El chupete se me salió de la boca, pero la mano de alguien me lo introdujo de nuevo.
<<-Os arrepentiréis –bramaba una voz colérica en mi cabeza>>.
Había unos ojos que pertenecían a una criatura abominable, que tenía el pelo enmarañado y sucio, y olía tabaco y alcohol rancio.
<<-Os arrepentiréis –rugía la voz del monstruo-. Os arrepentiréis, os arrepentiréis>>.
Estaba ahí dentro. Podía sentirlo. Su hedor pestilente impregnaba el ambiente.
Os arrepentiréis. Os arrepentiréis.
El eco de su amenaza retumbaba en mi cabeza.
Yo temblaba y balbuceaba, intentando decir algo. Tenía que pedir que me cambiaran el pañal, pero no era capar de pronunciar las palabras. Intenté llorar como un bebé, pero tampoco pude.
Mi respiración era entrecortada y mis extremidades se agitaban violentamente a ambos lados, totalmente carentes de dueño, fuera de control.
-¡Robin! ¡ROBIN! –una persona se inclinó hacia mí; tenía la cara desencajada y le temblaba el labio inferior.
¿Quién era esa persona? ¿Por qué me abrazaba? ¿Por qué sabía mi nombre?
-Robin, todo está bien… Todo está bien… -su voz era suave y tenía un deje conciliador, a pesar de sonar angustiada. A eso fue a lo que me aferré-. No te va a pasar nada… Aquí estas a salvo…
Yo me seguí agitando bocarriba, y se me salió más pipí. Necesitaba un cambio pronto. Podía notar el pañal superhinchado.
Esa persona me cogió entre sus brazos y empezó a mecerse conmigo.
-No puede abrir la puerta, Robin… Está el mueble…. Tranquilo… Todo está bien… Todo está bien… -juntó su frente con la mía y algunas de sus lágrimas cayeron también en mi rostro-. Vuelve conmigo, Robin… Vuelve conmigo….
Esa voz me sonaba. Yo la había oído antes.
-Por favor… Vuelve conmigo, Robin… Por favor… Te necesito…
Ahora esa voz sonaba entrecortada, como si llorase.
-Por favor... Por favor, vuelve conmigo…
¡Elia!
Reconocí la cara de mi hermana llorando frente a la mía, mientras que con sus brazos me mecía pegado a su cuerpo.
-Elia…
Rompí a llorar.
Mi hermana me abrazó fuertemente y dejó escapar un llanto aliviado.
-Tengo mucho miedo, Elia… -y berreé como el bebé que era.
-Lo sé, Robin, lo sé… Pero aquí estás a salvo…
Le costó un buen rato que me calmase lo suficiente para que pudiera cambiarme el pañal. Yo me sentía incapaz de moverme o hablar. Me comporté como un muñeco de trapo mientras ella me bajaba los pantalones, me desabrochaba el bodi, me descubría el pañal, desabrochaba las cintas, me lo extraía, me limpiaba, me ponía otro, me lo volvía a cubrir con el bodi y me subía los pantalones.
Elia se sentó con las piernas cruzadas y me depositó sobre ellas, sosteniéndome la cabecita con una mano mientras que con la otra me quitaba delicadamente el chupete. Balbuceé molesto y mis labios siguieron la estela de la tetina haciendo aún el gesto de chupar. ¿Por qué me quitaba mi chupete? Pero entonces mi hermana acercó el biberón a mi boca y cerré los labios en torno a la tetina. Comencé a chupar para tomarme la leche, que ya estaba algo tibia. Elia sostenía mi biberón inclinado hacia mí mientras yo me tomaba la leche, encogido sobre sus piernas, aún muy asustado y sin poder hacer otra cosa que chupar de la tetina.
Me terminé el biberón y me hizo expulsar los gases. Luego me volvió a poner el chupete, me recostó sobre el colchón del refugio y me contempló: yo chupaba mi chupete con ansia y miraba al infinito con la mirada perdida. No me sentía capaz de hacer nada por mí mismo. Intenté hablar para pedir a Wile pero solo me salió un balbuceo desde detrás de mi chupete.
-¿Qué es, Robin? ¿Qué quieres?
-¡Gugu! ¡Gugu! –estiré los brazos hacia arriba.
-¿Quieres que te coja?
-¡Gugu! ¡¡Gugu!!
-Ah, vale –Elia comprendió y cogió a Wile del otro lado del fuerte y me lo tendió.
Yo lo aferré muy fuerte contra mi pecho.
El tacto de felpa de su pelaje y de plástico de su pañal me calmó considerablemente.
Mi bebé.
-¿Estás mejor?
Chupé mi chupete.
-De acuerdo… -Elia miró a su alrededor-. ¿Qué quieres hacer? ¿Vemos una película?
Chupé mi chupete.
-Vemos una película –decidió ella.
Elia encendió su portátil y me preguntó qué película quería ver. Como no respondía eligió una ella misma. Me puso Lilo & Stitch y me dejó viendo la película mientras ella abría su libro de Arquitectura y se concentraba en la lectura.
Así pasamos toda la mañana. Cuando se acababa una película, Elia me ponía otra y volvía a su libro. O chateaba por el móvil, o veía un trocito de la película conmigo. Yo no mostraba ninguna reacción; chupaba mi chupete y mojaba el pañal. Me daba igual la película que pusiese Elia porque no era capaz de concentrarme en ella. Solo veía dibujos en movimiento pasar delante de mis ojos, pero no captaba orden ni fundamento. Yo no podía pensar, razonar o siquiera decir que me había hecho pipí. Era Elia quien tenía que comprobar el estado del pañal. Y las veces que tuvo que cambiarme, yo era como un pelele que se movía inerte. En una ocasión Elia intentó que me incorporara sentándome sobre el colchón, pero nada más soltarme la espalda, esta se volvía a caer hacia atrás. Y yo seguía chupando mi chupete, ajeno a todo estímulo exterior.
Cuando llegó la hora de comer, Elia abrió la tartera que nos había enviado Mami e intentó que comiese un poquito de un sándwich, pero cuando me quitaba el chupete de la boca yo lloraba incontrolablemente. Lo intentó también partiéndome una manzana en trocitos pequeños, pero no había manera de hacerme ingerir nada sólido. Cuando consiguió quitarme el chupete sin que berrease y pudo introducirme un trocito de manzana, yo no era capaz de masticarlo. El el trocito se me caía continuamente para desesperación de mi hermana. Cuando se hizo evidente que no era capaz de ingerir ningún alimento sólido, Elia vertió el contenido del zumo de piña en el biberón, me acunó sobre sus piernas y acercó la tetina a mi boca, pidiéndome por favor me lo tomase. Las tripas me rugieron e instintivamente entorné los labios alrededor de la tetina y empecé a chupar de ella. Así fue como pude alimentarme.
Continué toda la tarde viendo películas y mojando el pañal. No sabía la cantidad de veces que Elia había tenido que cambiarme a lo largo del día porque había veces que lo hacía mientras yo miraba la pantalla sin percatarme de nada de lo que sucedía a mi alrededor y por supuesto sin dar ninguna muestra de que me estuviesen cambiando el pañal. Había veces que incluso me sorprendía de llevar un pañal seco cuando hacía poco que me había hecho pipí. Entonces me hice caca, y eso sí que me molestaba.
Aparté la mirada del ordenador y la dirigí hacia Elia, que tecleaba rápidamente en el móvil con cara de preocupación.
Intenté decirle a Elia Tengo caca, pero lo que me salió fue:
-Gu-ga gaga.
Elia me miró nada más oír mis balbuceos.
-¡Robin! –vino hacia mi moviéndose con dificultad dentro del fuerte-. ¿Qué pasa?
-Gaga –repetí.
-¿Caca?
-¡Guuu! ¡Guuu! –balbuceé contento.
Elia me bajó los pantalones y me desabrochó los botones del bodi, descubriendo mi pañal. Me cambió en un santiamén, lanzó el pañal dentro del armario y regresó conmigo enseguida. Me acunó entonces entre sus brazos y me miró con ternura y un poco de preocupación.
-¿Estás mejor, Robin?
Asentí con la cabeza.
-Mira, quiero enseñarte una cosa.
Salió del refugio conmigo en brazos y caminó hasta la ventana. Me acomodó entonces mejor, entrelazando sus manos debajo de mi culete acolchado y me dijo que mirase por la ventana.
-¿Ves ese coche de allí? –asentí.
Era un coche aparcado al final de la calle, un monovolumen de color azul oscuro. Parecía que había dos personas sentadas en los asientos delanteros, pero estaba demasiado lejos como para estar seguro.
-¿Sabes de quién es? –negué con la cabeza-. Toma, coge mi móvil.
Con gran esfuerzo, pues seguía cogiéndome en brazos, Elia apartó una mano de mi culito y se sacó el móvil del bolsillo trasero de su pantalón.
-Ve a la conversación con Mamá –me dijo mientras describía en la pantalla el patrón para desbloquearlo y me lo tendía. Escribe Mamá, da las luces.
Encontré el chat con Mami y escribí Mami, da las luces.
A los pocos segundos, las luces delanteras de monovolumen se iluminaron antes de apagarse de nuevo.
Miré asombrado a Elia.
-Es Mamá, atún. Ese es el coche de tía Marie. Están las dos ahí por si las necesitamos. Si pasa algo, yo solo tengo que mandarle un mensaje a Mamá y ella vendrá en seguida.
-Mami –conseguí decir.
Estaba muy emocionado y feliz, pero aún me costaba articular las palabras.
Pero lo importante era que Mami estaba ahí, cerca de nosotros.
-No te lo hemos dicho antes por si sentías la tentación de llamarla y la descubrías –me dijo Elia con deje de culpabilidad-. Ella insistió, pero yo le dije que no iba a exponerla a nuestro padre. Hablo con ella con frecuencia por el móvil y le cuento todo, o casi todo –se corrigió- se lo que sucede. No quiero preocuparla.
Saber que Mami estaba allí, tan cerca de nosotros me puso muy feliz y me sacó poco a poco de mi estado de shock.
-¡Pero qué cara más contenta se le ha puesto al bebé! –me dijo Elia mientras me pellizcaba la nariz.
En ese momento se oyeron varios golpes en la puerta de nuestro cuarto que nos devolvieron a la realidad.
-Espera aquí.
Elia me depositó en el suelo y mudó el gesto, avanzando hacia la puerta a grandes zancadas. Pero mi padre, sin esperar respuesta, la abrió. Un tufo a colonia barata y apestosa entró por el resquicio, pues al darse de bruces contra el tocador, la puerta no se abría más.
-Solo venía a deciros… ¡¿Pero qué coño habéis puesto aquí?! –bramó mientras intentaba abrir del todo la puerta sin conseguirlo-. ¡Quitadlo ahora mismo, coño!
Mi padre se había peinado hacia atrás el poco pelo que tenía, y se había puesto una camisa horrible con los primeros tres botones desabrochados, dejando entrever un pecho lleno de pelos grises y enmarañados.
-Me parece que no –contestó Elia muy tranquila-. ¿Qué quieres?
Mi padre intentó varias veces empujar la puerta para entrar, pero el mueble seguía si ceder y cuando se hizo evidente que no iba a poder pasar, desistió, enfurruñado en medio de toses y jadeos. Ese poco esfuerzo ya lo había hecho sudar.
-¡Me cago en la madre que os parió! –bufó, y tosió varias veces-. Bueno, me marcho. Esta noche voy a salir.
-Pues muy bien.
-Prohibido coger cosas de la cocina.
-Vale.
-Prohibido ir al salón.
-Ni aunque me pagaran.
-Prohibido ir también a la cocina.
-Descuida.
-¡Qué cojones! ¡Prohibido salir! ¿No os gusta tanto encerraos dentro? ¡Pues prohibido salir de la habitación! ¡¡¿¿Me has entendido??!!
-Te he entendido
- ¿Y el cagón amariconado de tu hermano? ¿Me ha entendido también?
-Lárgate.
-Prohibido salir –dijo una vez más antes de cerrar de un portazo.
Oímos sus pasos retumbando por toda la casa hasta llegar al salón, donde le dio un ataque de tos, y cerró dándole varias vueltas a la llave.
-Malditos críos hijos de puta –lo oímos mascullar al pasar por delante de nuestra ventana-. No sé cuándo diantres se me tuvo que ocurrir traerlos aquí.
Que mi padre se fuera no representaba una gran diferencia respecto a nuestra estancia allí, pero sí que era verdad que nos sentíamos considerablemente más aliviados. Elia se pasó por el forro las reglas de nuestro padre y lo primero que hizo fue ir al baño a mear. Al regresar me dijo que nunca entrase ahí, que lo único que había visto más lleno de mierda en su vida era una granja de cerdos a la que fue una vez de excursión con el colegio.
-Pero sé que tú no necesitas usar el baño, atún, que llevas pañal –y me dio una palmadita en el culete.
Yo iba a preguntarle si por mierda se refería a suciedad o a mierda propiamente dicho pero me abstuve porque en realidad no quería saber la respuesta.
Elia se pasó toda la tarde tratándome como si yo fuese un bebé de verdad; jugamos al Pilla-pilla, a Palmas, palmitas y a ¿Dónde está el bebé?.
Para este último, Elia me tumbaba bocarriba en el fuerte, haciéndome cosquillitas en la barriga y luego se tapaba la cara con las manos. Preguntaba ¿Dónde está el bebé?, se quitaba las manos y decía ¡Aquí está!, y me hacía más cosquillitas. Me enseñó varios juegos infantiles de palmas a los que jugaba con sus amigas cuando iba al colegio. Cantamos la canción del pañal varias veces, y para el Pilla-pilla, yo aún no me sentía capaz de andar así que gateaba por toda la estancia y Elia me perseguía también a gatas y me enganchaba de un tobillo, arrastrándome hacia ella para hacerme más cosquillas. Yo me reía, balbuceaba y pataleaba feliz, mojando a veces el pañal. Antes de que nos fuésemos a dormir, mi hermana tuvo que cambiarme cuatro veces, y siempre lo hizo muy feliz y con ternura, asegurándose de que quedase sequito, y como si no le prefiriese estar en otro sito del mundo que en este: en una casa ajena cambiándole el pañal a su hermano de 12 años.
Pudimos también ir a la cocina sin que eso fuese una misión de riesgo. Elia me calentó el biberón en el microondas y luego me lo dio en nuestro fuerte. Y cuando íbamos de camino a nuestra habitación, me aseguré de que la cajita de música siguiera en su sitio. No me había olvidado de mi misión, y el hecho de ver a Elia tratándome como si fuese un auténtico bebé me convencía más de llevarla a cabo.
-Mañana estaremos ya durmiendo en nuestra casa –me dijo Elia mientras me abrochaba una de las cintas del pañal, preparándome ya para irme a dormir-. Solo nos queda una noche y lo habremos logrado. Regresaremos a casa sanos y salvos. Con Mamá.
-Con nuestra reina… -pensé en voz alta mientras Elia me abrochaba la otra cinta adhesiva, dejándome el pañal bien sujeto a mi cuerpecito.
-Con nuestra reina, sí –asintió mi hermana.
Acercó hacia mí el barullo de tela que era mi pijama enterizo y comenzó a desplegarlo para poder ponérmelo más fácilmente.
-Echo mucho de menos a Mami…
Me salió así, sin más. Casi sin que pudiese evitarlo. Como cuando necesitas chupar el chupete.
-Yo también, atún. Pero al menos sabemos que no tendremos que volver a pasar por esto.
-¿Estas segura? –pregunté nervioso.
Estaba totalmente desnudo a excepción del pañal, y me sentía un poco expuesto. Mi hermana se peleaba con mi pijama para intentar desliarlo.
-Totalmente… ¿Dónde narices está aquí la pierna…? Mierda, lo estoy abriendo al revés… Vale ya –comenzó a enrollar una pata del pijama-. Ya lo has oído. Se arrepiente de habernos traído aquí. Nos odia casi tanto como nosotros a él. Dame una piernecita.
Pero aún no tenía todo el control sobre mis extremidades, así que fue Elia quien tuvo que introducirme el pijama por mi pie, y luego por el otro, y luego lo fue desenrollando hacia arriba cubriendo las piernas y la espalda. Me metió un brazo por una manga y luego hizo lo mismo con el otro. Me desabrochó todos los botoncitos de delante y luego los de la solapa de detrás.
-Listo.
-Chupete.
Mi hermana cogió mi chupete de encima de su mochila y me lo introdujo delicadamente en la boca. Lo recibí plácidamente y lo chupé varias veces con los ojos cerrados, disfrutando al sentir la tetina en mi boca.
-Bueno, a dormir, atún.
Estiré mis brazos hacia arriba para que Elia me cogiese, pues aún no me sentía capaz de incorporarme. Mi hermana me tomó entre los suyos y se recostó conmigo a su lado, cubriéndonos a ambos con el saco de dormir. Luego cogió a Wile de su lado del colchón y me lo tendió. Yo me solté de mi hermana y me abracé a mi compañero de pañales, acurrucándome en torno a él. Elia me rodeo con sus brazos y se aferró a mí, haciéndose un ovillo sobre mi cuerpecito.
-Solo una noche más, Robin. Procura dormir…
Y apagó la linterna de su móvil, quedándonos a oscuras, y en silencio. Interrumpido únicamente por mis nerviosos chupeteos.
*****
¿Cómo había podido dormirme?
Recuerdo estar a oscuras chupando mi chupete. Y no recuerdo nada más. Noté el pañal un poquito hinchado, por lo que estaba mojado, pero podría pasar. Elia dormía profundamente, y sus brazos me tenían completamente rodeado, aferrados en torno a mí como si alguien me quisiese llevar.
Lo primero que tenía que hacer rea soltarme de su abrazo protector sin despertarla. Y ahí era donde entraba Wile.
Solté poco a poco a mi compañero de pañales a la misma vez que me separaba lentamente de mi hermana. Los brazos de Elia cedían poco a poco, no querían soltar a su presa, pero cedían. Me soltaba de ellos a la misma vez que empujaba a Wile hacia delante para que me sustituyese. Poco a poco, me fui escurriendo hacia atrás lentamente y conteniendo la respiración mientras los brazos de Elia intentaban en sueños aferrarse a mí. Cuando ya estuve a punto de desprenderme de ellos, que solo quedaba una mano aferrada a mi culete, puse a Wile en el pecho de Elia e inmediatamente sus brazos se asieron en torno a él. Me quedé inmóvil, aguardando por si despertaba pero solo gimió un poquito en sueños y se aferró más a Wile, que estaba cumpliendo a la perfección con su parte del plan.
Suspiré aliviado; la primera parte estaba hecha. El resto era relativamente sencillo.
Solo tenía que salir, coger la cajita de música y volver. No encendería ninguna luz, me valdría únicamente de la que entraba por la ventana e iluminaba la cajita. No haría ningún ruido, no me demoraría con nada, ni aunque me hiciese pipí o caca, cosa que era bastante probable.
El único problema era mi padre.
Pero si todo salía igual que ayer no tendría por qué despertarse; además, seguro que con todo lo que bebía tenía el sueño profundo.
Eso si es que había vuelto. Lo mismos seguía aún de fiesta y no tendría por qué preocuparme. Cogería la cajita y de vuelta al refugio.
Misión terminada. Objetivo logrado. Mami contenta.
-Lo siento, Wile –le susurré a mi amiguito-. No puedo llevarte conmigo. Tienes que quedarte aquí para sustituirme y que Elia no me eche de menos. Volveré enseguida –le prometí.
Salí del fuerte e intenté ponerme de pie, pero apenas lo hube conseguido, mis piernecitas empezaron a temblar, me tambaleé y me caí de culo sobre el pañal. Aún no las tenía lo suficientemente fuertes.
Tendría que ir gateando.
Gateé sin hacer ruido hasta la puerta del cuarto, cosa bastante difícil porque el pañal hacía más ruido así que cuando iba andando. El ruido De plástico contra piel y tela, rompía el silencio nocturno de la estancia. Me giré por si veía algún indicio de que mi hermana se hubiese despertado pero dentro del refugio seguía todo igual.
Seguí gateando hasta la puerta.
Ahora tocaba el siguiente paso: mover el tocador sin hacer ruido.
Gateé hasta un costado y lo empujé valiéndome del hombro y haciendo fuerza a cuatro patas sobre el suelo. El mueble hizo más ruido del que pensaba. Asustado, volteé la cabeza hacia el refugio, pero seguía todo tranquilo.
Intenté alcanzar el picaporte para abrir la puerta pero desde el suelo no llegaba. Me puse de rodillas, pero tampoco.
Me tendría que incorporar de alguna manera.
Apoyé las manitas en la pared y, como el bebé que está aprendiendo a andar y se aferra algo para no caerse, me incorporé apoyándome en la pared, pero me sentía muy inestable, porque mis piernecitas apenas aguantaban. Y además estaba sujeto con las dos manos, y necesitaba una para abrir el picaporte.
Tenía que ser rápido, y solo tendría una oportunidad, porque al soltar una mano de la pared me caería al suelo al momento y tendría que volver a incorporarme. Por no hablar de que estaba la posibilidad de que Elia se despertara en cualquier momento.
Estiré una mano, con lo que ya me empecé a tambalear y le di un tirón al picaporte hacia abajo, con lo que ya terminé por caerme al suelo de bruces.
Pero la puerta se abrió.
Gateé hacia el exterior sin molestarme en cerrarla. Iba a tardar solo un momento e incorporarme era una ardua tarea.
El pasillo era frío y oscuro. Y silencioso. Muy silencioso.
Se me erizaron todos los pelos del cuerpo y se me salió algo de pipí. No se oían los ronquidos. Retrocedí asustado hasta el cuarto pero me di en el culete con la pared y me empecé a agobiar mucho.
¿Qué hacia allí? Eso era una locura. Estaba mucho mejor entre los brazos de Elia, a salvo. No exponiéndome ahí fuera de esa manera.
Pensé en llorar y despertar a Elia para que viniese a por mí pero si el monstruo estaba también despierto lo atraería hacía mí, y ya podría darme por perdido.
Pero entonces caí en la cuenta.
Mi padre había salido esa noche y no debía de haber vuelto aún.
Por eso no se oían los ronquidos.
Porque no estaba.
El monstruo no estaba.
Todo sería pan comido.
Recordé también por qué hacía todo aquello y me armé de valor.
Era un bebé, sí. Pero un bebé valiente.
¿Qué había dicho Elia una vez?
Que era un superhéroe incluso más valiente que Batman.
Era Masked-Diaper.
Pues bien, Masked-Diaper siguió gateando por el pasillo en penumbra hasta el salón/recibidor/vertedero.
La luz que entraba por la farola de la calle iluminaba débilmente la casa, pero era suficiente para que pudiese avanzar hacia mi objetivo.
Aunque la verdad era que Masked-Diaper estaba muerto de miedo.
Esta misión n tenía nada de heroico. No era un guerrero en medio de una cruenta batalla. Era un niño de 12 años que con un pañal y un chupete gateando en mitad de la noche por la casa de un hombre al que le tenía un miedo atroz.
Pero ya estaba ahí. No podía echarme atrás.
El pasillo era corto, pero a mí me recordaba al de esas películas en las que los pasillos son interminables y están llenos de puertas a los lados de las que no dejan de salir fantasmas.
Llegué hasta la repisa de obra y vi la cajita en lo alto. De latón, vieja, sucia y oxidada. Con el cisne en su interior.
El tesoro de Mami.
Evidentemente no llegaba hasta la caja desde el suelo así que repetí la misma operación que había usado para abrir la puerta.
Me apoyé en la pared y me fui incorporándome poco a poco. Mis piernas no dejaban de temblar, tanto de miedo como por ser las piernecitas de un bebé que no podía andar. Sujetándome a la fría y húmeda pared con la palma de las manos, fui irguiéndome hasta quedar más o menos de pie. La operación debía de ser la misma que antes: solo tendría una oportunidad de coger la cajita, pues en cuanto despegara una mano de la pared tenía claro que me iba al suelo. La caja estaba apoyada sobre una urna de vidrio y al lado de varios cachivaches inútiles; tendría que calcular muy bien mi movimiento para alcanzarla sin derribar nada. Si en mi intento arrastraba conmigo la urna te o cualquier otro objeto y este caía al suelo, Elia podría despertarse. Pero lo peor no era eso, sino que dejaría pruebas de mi incursión nocturna y luego habría que deshacerse de ellas antes de que llegase mi padre, con lo que expondría a Elia a un peligro aún mayor; tendríamos que limpiarlo todo en medio de la noche, con nuestro padre pudiendo aparecer en cualquier momento.
No, tendría que asegurarme muy bien antes de alcanzar la cajita.
Y tendría que hacerlo deprisa porque mis piernecitas seguían temblando, incapaces de sostenerme de pie.
La luz que penetraba desde la ventana iluminaba la caja. La distancia era demasiado larga para mi bracito, tendría que acercarme más.
Sin dejar de apoyarme en la pared y arrastrando también el pañal por la desconchada superficie, levanté con dificultad una piernecita para dar un paso, y me tambaleé tanto que casi me caigo de no ser porque me di con el culete en la pared.
Un bebé que está aprendiendo a andar.
Apoyé de nuevo el pie en el suelo.
Luego el otro.
Repetí la operación: levanté la otra pierna, que no paraba de temblar, escurriéndome un poco hacia abajo, pero antes de que me fuese tan hacia abajo como para terminar de caerme, apoyé el pie en el suelo y logré incorporarme arrastrando el pañal por la pared.
Había dado solo un paso y me había costado horrores. Pero por suerte ya podía alcanzar la cajita con el brazo.
Di unos chupeteos para insuflarme valor, porque estaba realmente nervioso. Iba a estirar el brazo cuando sentí que se me salía el pipí.
Esperé. No quería hacer ningún movimiento mientras me estuviese haciendo pipí encima. Cuando terminó de salir, me palpé el pañal. Estaba bastante hinchado y pesaba más que de costumbre, con lo que mis movimientos estarían todavía más limitados si cabe.
Pero no importa. Lo peor ya estaba hecho.
Solo tenía que coger la caja y regresar gateando al fuerte. Tendría que pedirle a Elia que me cambiase el pañal pero siempre podía fingir que me acaba de despertar, incómodo por estar mojado.
Suspiré y chupé el chupete concienzudamente.
Calculé la distancia y el movimiento que tendría que hacer, consciente de que en cuanto lo ejecutase me caería al suelo.
Suspiré.
Vamos, bracitos.
Uno.
Dos.
Tres.
Me lancé hacia la cajita y la prendí por la esquina superior con la punta de los dedos pulgar e índice, yéndome en el mismo momento de boca hacia el suelo.
Me protegí con el codo de la otra mano de no darme de morros con unos reflejos que no sé de dónde habrían salido. Estaba ileso, bocabajo y con el tesoro de Mami.
Eso era lo único que importaba.
Me senté en el suelo, sobre el pañal, para observar aquel preciado objeto. La superficie era vieja y estaba sucia y oxidada, pero eran males del tiempo. Apenas presentaba arañazos. La abrí y la nana inundó el ambiente. Me retrotraí a aquellos años en los que Mami abría esa cajita de música y la dejaba sobre la mesita de noche para que me ayudase a dormir. El cisne bailaba sobre el lago. Se había mantenido intacto pese a las inclemencias del tiempo.
No sé cuánto tiempo estuve dejándome acunar por la música, pero en cuanto cerré la cajita de golpe, esta cesó.
Introduje la caja dentro mi pijama, entre los dos botoncitos dela solapa que me cubría el pañal por el culete, y esta se deslizó por la pierna hasta llegar al tobillo. Ahí estaría a buen recaudo hasta mañana, cuando se la enseñaría a Elia. Además, apenas abultaba.
Satisfecho conmigo mismo, di la vuelta sobre mis gateos para regresar al refugio. No había apoyado la palma de la mano en el suelo cuando escuché la llave girar en la cerradura.
Se me paró el corazón.
Se me salió más pipí.
La puerta de la casa se abrió y escuché una voz que me era terriblemente familiar. Una voz ronca y entrecortada por la tos. Un olor a colonia barata, alcohol y tabaco penetró en la estancia, y se hizo patente a pesar de toda la peste que ya había acumulada.
-¿Trescientos? ¿El completo? ¿Es que sales en la tele? Te doy doscientos y vas que te matas.
Yo estaba paralizado por el miedo. No era capaz de moverme. Mi cerebro no podía enviar la orden a mis bracitos y piernas para que volviesen a gatear.
La figura descomunal de mi padre se perfiló en el umbral, vi como su mano buscaba el interruptor de la derecha y cómo lo encontraba.
La luz se hizo en el recibidor. Detrás de mi padre iba una mujer cuarentona, superdelgada, que vestía un top por encima del ombligo, una minifalda de cuero y unas medias de rejilla. Sus botas eran de tacón alto y llevaba un bolso rosa de plástico.
-Oye, encanto –decía la mujer- mis precios están establecidos y no son negociables. Si no vas a querer me lo dices ya y…
-No, no –la cortó enseguida mi padre-. Es que me parecía caro, nada más –y entonces se giró y me vio.
Un niño de 12 años llevando un pijama enterizo de color azul clarito con un conejito bordado a un lado, sentado sobre un enorme pañal y chupando un chupete lo miraba paralizado, con unos ojos bañados por el terror.
-¡¡¡¡¿¿¿PERO QUÉ COÑO…???!!!!
Fue lo único que alcanzó a decir. Como un poseso se dirigió hacia mí a grandes zancadas, me enganchó de la pechera del pijama, cerrando el sucio puño en torno a la suave tela del pijama y me levantó con una sola mano.
-¿No me habías dicho que vivías solo? –preguntó la mujer mirándome con aburrimiento.
Yo respiraba entrecortadamente y agitaba mis extremidades en el aire, presa del pánico que me invadía.
-¡¡¡¡¿¿¿QUÉ COÑO ESTÁS HACIENDO AQUÍ, NIÑO DE MIERDA???!!!! ¡¡¡¡CONTESTA!!!! –me agitó violentamente-. ¡¡¡¡HABLA, MALDITA SEA!!!!
Me echaba todo el aliento en la cara, apestándome por completo y escupiéndome restos de saliva. Me agitó varias veces en el aire, con lo que el pijama dio de sí y se rajó un poco.
Yo no pude contenerme y empecé a llorar produciendo grandes alaridos y agitando mis extremidades en el aire, sin poder ejercer control alguno sobre ellas. Me cagué de miedo, literalmente.
Sentí como mi pañal, fuertemente sujeto a mi cintura, se llenaba de caca y de más pipí, y cómo pasaba más y más.
Pero no me preocupaba que el pañal pudiese ceder.
Estaba totalmente aterrorizado por el monstruo que me agitaba violentamente en el aire, bañándome con sus asquerosos esputos y su sucio aliento. Yo, indefenso, pataleaba incontrolablemente, berreando con todas mis fuerzas y llenando el pañal de pipí y caca.
-¡¡¡¡ME CAGO EN LA PUTA, NIÑO DE MIERDA!!! ¡¡¡¡¿¿¿ES QUE QUIERES JODERME???!!!!
-¿Pero cuántos años tiene? –preguntó la mujer, que me miraba impasible, llevando los ojos desde mi chupete al enorme bulto que marcaba mi pañal dentro del pijama.
Mi padre me zarandeaba violentamente. Yo no dejaba de patalear inútilmente. Oí cómo la tela del pijama se rasgaba por detrás y sentí en la espalda el frío aire de la casa.
-¡AUXILIOOOOOO! ¡SOCORROOOO! –conseguí gritar. Se me cayó el chupete y fue a parar al suelo. Yo lloré más fuerte aún-.¡¡¡ SOCORROOOOOOO!!! ¡¡¡AUXILIOOO!!!
-¡¡¡¡ME CAGO EN LA PUTA, NIÑO DE MIERDA!!!! ¡¡¡¡CÁLLATE DE UNA VEZ!!!! –y entonces abrió la mano con la que no me sujetaba y la echó hacia atrás, preparándose para abofetearme.
Lloré más fuerte y se me salió más caca.
-¡¡¡¡¡DÉJALO EN PAZ, MONSTRUO!!!!!
Mi hermana apareció en el pasillo. Tenía la cara desencajada y los ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas. Iba descalza y todo el pelo le caía salvajemente a ambos lados del rostro..
Mi padre bajó la mano pero no me soltó. Yo seguía agitándome aterrado, pidiendo a gritos ayuda entre alarido y alarido.
Elia avanzó hacia mí a grandes zancadas, me arrancó de mi padre y se inclinó conmigo en el suelo, abrazándome con todas sus fuerzas y pegándome mucho a ella, como si fuera a esconderme en su interior.
-Ya está, Robin. Estoy aquí –aferraba mi cuerpo contra el suyo y pegó su mejilla a la mía-. No pasa nada, Robin. Ya estás a salvo.
-¡¡¡¡¿¿¿QUE COÑO HACÍA ESE NIÑO AQUÍ???!!!! –preguntó mi padre inclinándose hacia nosotros.
Yo seguía llorando y Elia continuaba intentando calmarme.
-Ya está, Robin. Ya está… Ya está…
Elia soltó un brazo y cogió mi chupete del suelo. Lo frotó fuertemente con una de las mangas de la sudadera y me lo metió de nuevo en la boca.
Yo lo recibí ansioso y comencé a chuparlo con todas mis fuerzas, muy rápido y haciendo mucho ruido.
Los alaridos cesaron pero yo me seguía sintiendo aterrado.
Chupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchupchup…
Elia se incorporó conmigo entre sus brazos, me aupó y acomodó mi cuerpecito para poder sostenerme mejor. Yo me abrazaba muy fuerte a ella; enrollaba las manos alrededor de su cuello y apoyaba la barbilla en su hombro, sin dejar de llorar a la vez que chupaba el chupete. Notaba una mano de Elia, sujetándome del culete y la otra abrazándome por la espalda, a través del siete que se me había dibujado en el pijama.
Pero lo que más notaba era mi pañal lleno hasta la médula de pipí y de caca, a punto de reventar.
-¡¡¡¿¿¿QUÉ COÑO HACÍA ESTE NIÑO AQUÍ???!!! –volvió a preguntar mi padre fuera de sí-. ¡¡¡¡¡DI!!!!!
Yo podía notar cómo Elia lo miraba con el más profundo de los odios, y notaba también sus lágrimas resbalándole por sus mejillas, cayendo sobre su cara hasta mojarme el pijama por detrás.
-Eres un monstruo malnacido –le dijo-. Ojalá te mueras. Aléjate de nosotros.
Elia se dio la vuelta para regresar a nuestro fuerte, con lo que mi cara quedó de frente a la de mi padre, pero enseguida cerré los ojos para no verle. La último que recuerdo es su enorme figura mirando cómo nos alejamos Elia y yo, resoplando y tosiendo, y a la mujer que lo había acompañado de pie a su derecha, como si todo aquello le aburriese.
Entramos en la habitación y Elia atrancó la puerta con el tocador, pero puso encima también varias cajas, para que costase más moverlo. Elia entró conmigo en el fuerte, me dejó encima de nuestro colchón y me miró con lágrimas en los ojos.
Fuera, mi padre y la mujer habían empezado a hablar de nuevo.
-Venga, trescientos. Pero pasa para la habitación de una vez.
Oímos sus pasos retumbar enfrente de nuestra puerta. Elia se giró rápidamente pero pasaron de largo. Se volvió hacia mí. Me miró.
Su hermano de 12 años con un pañal lleno de pipí y caca, con un pijama enterizo roto, restos de mocos y babas por toda la cara y chupando un chupete como si le fuera la vida en ello.
No pudo soportarlo y rompió a llorar. Apoyó la frente sobre un brazo y hundió la cara en el colchón, ahogando su llanto.
Yo seguí chupando mi chupete mirando al techo de nuestro refugio. Tenía el pañal a rebosar, pero sentía que no merecía ni que me cambiaran, así que no dije nada. Chupaba mi chupete y miraba al infinito, maldiciéndome, autocastigándome. No merecía ni que Elia me mirase. Por eso ella ocultaba su cara contra el colchón. Porque yo era tan miserable, tan estúpido, que no merecía ni que mi hermana me mirara a la cara.
Elia se re recompuso y se incorporó, secándose las lágrimas. Entonces me miró. Tenía los ojos enrojecidos y hundidos.
-¿Por qué, Robin? –me preguntó con hilo de voz-. ¿Por qué lo has hecho?
No me sentía capaz de hablar así que solo seguí llorando.
Yo solo quería…
No quería hacer daño a nadie…
Lloré.
De nuevo y más fuerte.
Elia tomó mi cabecita entre sus brazos y me pegó a su cuerpo. Apoyó su barbilla en mi nuca y lloró conmigo.
-Me has dado un susto… -se le quebró la voz-. Cuando te he visto ahí… Yo… No sé –un quejido-. Te llega a pasar algo, Robin… y yo… no sé lo que haría, de verdad…
Lloramos en silencio un rato más.
-No sé qué hubiera hecho –repetía mi hermana de vez en cuando.
Me atrajo más hacia sí y puso una mano sobre mi culete.
-Robin, pero… -me palpó el pañal varias veces-. ¡Pero si vas hasta arriba! ¿Por qué no me has dicho nada? ¡Voy a quitarte enseguida ese pañal!
Elia se recompuso, se terminó de limpiar las lágrimas con el dorso de las manos y se preparó para cambiarme el pañal.
Lo primero que hizo fue sacar uno nuevo de mi mochila, pues los que había en la suya se habían terminado.
Realmente había perdido la cuenta de los pañales que había usado los dos últimos días, pero no recordaba otra época de mi vida en la que hubiese usado más pañales.
Elia me desabrochó con delicadeza y cuidado todos los botoncitos de delante de mi pijama mono. La parte de la pechera que había sido agarrada por el monstruo estaba dada de sí y con los botoncitos sujetos solo por un hilo. Cuando Elia llegó a esa parte soltó un hipido y cerró los ojos unos segundos, conteniendo las lágrimas.
-Vamos a ver… Eso es…
Mi hermana me sacó delicadamente un bracito de la manga y lo dejó caer a mi lado, inerte sobre el colchón. Luego hizo lo mismo con el otro, que también cayó como si estuviese muerto. Elia me incorporó hacia arriba, sujetándome, pues sabía que en cuanto me soltara mi cuerpo caería de nuevo hacia el colchón como un muñeco de trapo. Me empezó a bajar el pijama por la parte de atrás.
Al ver los jirones soltó un sollozo.
-Así, eso es… –dijo mientras me volvía a recostar con cuidado.
Izó mis piernas hacia arriba y tiró del pijama hacia abajo, pasándomelo por mi culito con pañal.
Un objeto de latón, sucio y oxidado, con forma de cubo, cayó de la manga de mi pierna derecha hasta el colchón.
-¿Qué es esto?
Elia reposó mis piernas con delicadeza sobre el colchón y examinó el objeto que había salido del interior de mi pijama.
-Pero si es… -abrió la caja y las notas de la nana sonaron brevemente antes de que la volviese a cerrar de golpe-. ¡No puede ser! –me miró con los ojos muy abiertos, enrojecidos y cansados pero llenos de sorpresa.
-El tesoro de nuestra reina –dije sintiéndome muy culpable-. El objeto de Mami que teníamos que encontrar.
-Oh, Robin…
Elia rompió a llorar y me abrazó fuertemente, dejándose caer sobre mí.
Entonces me di cuenta de que lloraba desconsoladamente.
Yo no había visto a mi hermana llorar muchas veces, pero desde luego nunca la había visto llorar como lo hacía en ese momento.
Elia lloraba a lágrima viva, y yo podía deducir que era un llanto de arrepentimiento y culpabilidad, pero también había retazos de alivio. Y algunas lágrimas eran de ternura.
Pero sobre todo lo que había era arrepentimiento, frustración, dolor y culpabilidad.
Yo permanecí mirando el techo de tela chupando mi chupete y sintiendo mi culito irritarse por momentos, pero no iba a decir nada.
Pasó un rato largo hasta que Elia pudo seguir con el cambio de pañal, pero no dejó de llorar durante todo el proceso.
Me terminó de sacar con cuidado los piececitos de las patas del pijama, dejándome totalmente desnudo si no contamos el pañal, pero siempre contamos el pañal. Elia me soltó las dos cintas adhesivas del pañal con dos frunch que hubiesen roto el silencio nocturno de no ser por las risitas que venían oyéndose desde hace rato de la habitación de nuestro padre.
Mi hermana destapó el pañal, pero no apartó la cara ni hizo ninguna mueca de asco al ver el interior. Luego me levantó las piernas izándomelas desde los tobillos y me sacó el pañal entero. Lo dejó a un lado y empezó a limpiarme concienzudamente, asegurándose de que no quedase ningún resto en mi culito y ni en mi entrepierna.
Yo seguía mirando el techo y chupando mi chupete.
Elia terminó de limpiarme y me puso de nuevo un pañal; pasó el que había sacado de mi mochila por debajo de mi culito, manteniéndome aún las piernas izadas y luego las bajó con delicadeza tras habérmelo ajustado. Después me pasó el pañal por la entrepierna y me lo acomodó por delante, cubriéndome hasta el ombligo. Finalmente cerró al pañal con las dos cintas adhesivas que pegó sobre un montón de conejitos, aes, bes y ces dejándomelo bien sujeto y fuertemente agarrado a mi cintura, impidiéndome cerrar las piernas de lo gruesos que son mi pañales.
Se me escapó un balbuceo feliz.
Mi hermana me miró de refilón mientras deshacía el manojo de tela que era mi pijama para volver a ponérmelo y me sonrió ligeramente.
Yo estaba y me sentía desnudito, aunque llevaba el pañal, y muy expuesto. Agité mis bracitos inquieto y Elia me pasó a Wile, a quien aferré inmediatamente y estrujé contra mi pecho. Al menos él había estado a salvo de todo.
-Esto está hecho un desastre –dijo Elia sopesando el pijama en sus manos-. No solo está roto sino que además se te ha salido un poco de pipí del pañal y está mojado por algunos sitios.
Entonces cogió la bola que había hecho con el pañal que acababa de quitarme y lo envolvió junto con el pijama.
-A tomar por culo –se asomó fuera del fuerte y lo lanzó dentro del armario empotrado-. Vaya colección de basura le estamos dejando ahí –dijo cuando volvió a meter la cabeza-. Que se joda.
Elia entonces me puso el bodi para irme a dormir. Lo hizo también con mucha delicadeza y al terminar sentí mi pañal supersujeto a mi cuerpecito, lo que me hizo sentir mejor.
No sabía qué hora sería, pero era seguro que estábamos en mitad de la madrugada.
Elia se recostó de lado y estiró los brazos hacia mí.
-Ven aquí, atún, anda.
Gateé hacia ella y me acomodé junto a su cuerpo, encogiéndome como un ovillo con Wile firmemente sujeto en mi regazo. Di un chupeteo.
-Vamos a intentar dormir un poco, ¿vale?
En ese momento empezaron a oírse golpes en la habitación de nuestro padre, como si estuviesen golpeando la pared con un mueble.
Elia me tapó las orejas con la palma de la mano y yo hice todo lo posible por intentar dormir.
DE VUELTA AL HOGAR
Era de día cuando Elia me rozó suavemente el hombro y me preguntó si estaba despierto. Le dije que sí. Me preguntó también si había descansado y le dije que no, y de eso sí estoy completamente seguro.
Elia tenía unas grandes ojeras que se le extendían por sus mejillas, como si alguien le estuviese tirando de los ojos hacia abajo. Tenía aspecto de estar muy cansada y exhausta, casi agotada, pero se crujió el cuello a ambos lados y se desperezó muy contenta.
Nos íbamos de aquel lugar.
Elia me cambió el pañal rápidamente y lanzó el mojado dentro del armario. Seguro que si a nuestro padre le daba alguna vez por mirar dentro se llevaría una desagradable sorpresa, aunque no estaba seguro si eso iba a llegar a pasar.
Elia desmontó el fuerte en un santiamén, volvió a cubrir con la sábana los muebles viejos, tiró la cuerda de cualquier manera hasta una esquina y entre los dos subimos de nuevo el colchón a la destartalada cama. Mi hermana me puso de nuevo la chaqueta con la que Mami dos días atrás se había entretenido alisándola con las manos y después me abrochó los zapatos. Ella se volvió a calzar sus botas de montaña sobre los pantalones vaqueros y ambos nos colgamos las mochilas al hombro, que pesaban mucho menos que antes. Yo me puse el chupete en la boca y aferré a Wile y salimos de aquella habitación, para luego salir de esa casa, luego de esa calle y luego de ese barrio y no volver jamás.
Jamás.
Nuestro padre estaba despierto. Antes de llegar al recibidor ya se oía el ruido de la televisión encendida. El monstruo se tomaba otra caja de donuts sentado en el sofá mientras se fumaba a la misma vez un cigarro.
Elia me cogió de la mano.
-Nos vamos –anunció mi hermana cuando irrumpimos en el recibidor.
Nuestro padre ni siquiera nos miró, siguió devorando sus donuts como si fuera la primera comida que tomaba en semanas.
Elia aguardó unos segundos esperando respuesta pero cuando era evidente que no la iba obtener, tiró de mi brazo en dirección a la puerta.
-Adiós –dijo Elia poniendo una mano en el pomo.
Mi padre apartó un segundo la mirada de la pantalla. Unos hombres templaban y afilaban cuchillos en ella. El monstruo nos miró de arriba abajo; Elia, con su sudadera, sus vaqueros y sus botas de montaña. Con sus enormes ojeras y su expresión desafiante cubriéndole el rostro. Yo, con un peluche debajo del brazo, el pañal abultando en mi pantalón, mi chupete en la boca y los ojitos asustados materializando mi sentir.
-Este crío ya se ha echado a perder –me miró-. Qué vergüenza ajena das. No puedo ni mirarte sin sentir ganas de quitarte toda esa tontería de un guantazo –ahora dirigió su mirada hacia Elia-. Y tú… Tienes una pinta de tortillera que no puedes con ella. Ni un puto hijo normal he tenido.
Elia amagó con dar un paso hacia él, pero yo la sujeté de la mano con mi escasa fuerza. Mi hermana me miró y yo negué con la cabeza mientras apretaba fuertemente el chupete con los labios.
Mi hermana le dedicó una última mirada enfurecida a mi padre, luego negó con rabia, abrió la puerta de la casa de un tirón, salimos, y cerró dando un portazo.
El día era precioso; soleado y con una brisa agradable, algo raro para esta época del año. Mi hermana avanzaba dando grandes zancadas, pero me sujetaba de la mano y movía el brazo hacia delante y atrás, tirando también del mío. Elia andaba a saltitos, casi parecía que bailaba.
Yo no podía evitar sentirme considerablemente feliz. Para empezar, podía volver a andar por mí mismo, algo que anoche me resultaba imposible. Seguía encontrándome demasiado cohibido para hablar pero al menos ya no me sentía tan bebé dependiente. Llevaba pañal y un chupete, pero eso sí que no se podía evitar.
A pesar del día tan bueno que hacía, el barrio seguía ofreciendo ese aspecto destartalado y abandonado. Parecía ajeno a las inclemencias del tiempo, como si fuera siempre el mismo barrio feo y abandonado. A mí me seguía poniendo nervioso pero al menos no era de noche, y el bar al que habíamos ido al llegar estaba ahora cerrado.
Llegamos a la parada del autobús y Elia comprobó los horarios en el cartel.
-Mierda –exclamó al poco tras consultar tablas llenas de horas, minutos y lugares-. Hoy como es domingo tendremos que coger dos autobuses. Y hacer transbordo en….Memememe… -desplazó el dedo por varias paradas- Rodrick Road. Joder, vamos a llegar después de comer incluso… Si tuviese una moto…
Lo bueno era que al primer autobús que teníamos que coger le quedaban solo cinco minutos así que nos marcharíamos enseguida de ese lugar.
Si cuando llegó el autobús, al conductor le sorprendió verme con chupete y abrazando un peluche, no s ele notó. Elia pagó los billetes y nos dirigimos a los últimos asientos.
El autobús estaba totalmente vacío así que podríamos haber elegido los asientos que quisiéramos, pero nos apetecía sentarnos al final y que nadie tuviese que pasar por nuestro lado.
Domingo por la mañana; la hora más ambigua del día. El momento en el que se mezclan el borracho que salió de fiesta la noche anterior y el madrugador que va a comprar el periódico, o el que sale de un after con el que acude a misa.
El viaje resultó tranquilo. Un silencio sepulcral solo interrumpido por la voz de megafonía que anunciaba las paradas. Elia miraba por la ventana en silencio, y yo cansado reposaba mi cabecita sobre su hombro y movía mi chupete.
Dentro de unas horas ya estaría con Mami.
Por fin la voz por megafonía anunció nuestra parada y Elia y yo bajamos del autobús. Era una calle bastante transitada, más próxima al centro de Chicago, por lo que afluencia de gente era mayor. Ahora se podía apreciar mejor esa ambigüedad de la que os hablaba hace un rato.
Jóvenes que volvían de fiesta, cansados, resacosos y felices.
Viejos que acudían a misa, cansados, resacosos y felices.
Elia también se fijó en una pareja de ancianos que entraban en una iglesia situada entre un McDonald’s y un Starbucks.
-Asqueroso –dijo.
-¿El McDonald’s, el Starbucks o la iglesia?
-Todo –contestó.
Si hay algo que Elia odia más que el McDonald’s, el Burger King o cualquier otra multinacional de comida rápida es nuestro presidente, las organizaciones racistas, el cine comercial y por supuesto, las iglesias y todo lo que tiene que ver con la religión.
-Venga, que te invito a desayunar en lo que viene el otro autobús –dijo mirando alternativamente y con asco la iglesia, el McDonald’s y el Starbucks.
Evidentemente no fuimos ni a por un McCafé ni a por un latte con nuestro nombre escrito en el vaso y una flor dibujada en la espuma. Primero porque no me gusta el café y segundo porque Elia no va a pisar ningún sitio donde vendan esas cosas. Así que entramos en una pequeña cafetería regentada por unos amigos de unos conocidos de Clementine que Elia había visto solo una vez.
El sitio era pequeño y acogedor. Las mesas eran amplias y de distintos colores, y estaban presididas por una cesta con distintos clases de piezas de fruta que podía cogerse gratis. De las paredes colgaban cuadros con imágenes de paisajes naturales y otros con mensajes motivacionales.
-Un poco Mr.Wonderful pero no está mal –masculló Elia cuando nos sentamos y miró a su alrededor-. ¿Te gusta?
Asentí.
Una camarera se nos acercó y nos dio una carta a cada uno. Miró fugazmente mi chupete pero no dijo nada. Elia habló un poco con ella por si conocía a cierta persona que era amiga de Clementine.
En la carta habían varias clases de cafés, pero también muchos tipos de tortitas, crepes y gofres. Aunque de todas formas, lo que yo quería era mi biberón.
-¿Qué te apetece? –me preguntó Elia cuando la camarera se marchó tras no reconocer la aguda descripción que ofrecía mi hermana de una persona.
-Unas tortitas estarían bien –dije.
-A mí también me apetecen tortitas. ¿Quieres que las compartamos?
-Vale –y di un chupeteo.
-¿Y de beber? –Elia me miró arqueando una ceja.
Yo sonreí a modo de disculpa desde detrás de mi chupete.
-Está bien –levantó la mano para llamar a la camarera-. Perdona.
La chica se acercó sonriente y sacó de su mini delantal un bloc de notas y un boli.
-¿Sí? –preguntó preparándose para tomar nota.
-Una ración de tortitas para compartir, un café con leche y… -me miró antes de continuar-. ¿Podéis calentarme un biberón?
-Claro.
-¿Tenéis leche de cereales?
-Ahora pregunto pero me parece que sí.
-Estupendo –Elia rebuscó en mi mochila-. Pues si podéis llenarme este biberón de leche de cereales y calentarlo…
-Claro, ningún problema –la camarera cogió mi biberón-. ¿Algo más?
-Nada. Muy amable.
Cuando la camarera se marchó, Elia sacó su móvil y comenzó a leer todas las conversaciones que tenía pendientes. De vez en cuando tecleaba en la pantalla muy rápido con los dedos pulgares o mandaba notas de voz hablando de futuros planes con Clementine o sus amigos o de la universidad con algunos compañeros de clase. Yo saqué mi móvil y vi que no tenía ningún mensaje pendiente por leer. Me habían echado de todos los grupos que tenía con mis amigos: el del War of Empires, el del Dioses y Monstruos, el de los partidos de fútbol, en el que estábamos Ronald, Joseph y yo, en el que estábamos todos… hasta me habían expulsado del de clase. Debieron de hacerlo el mismo día en el que Mami me puso un pañal en el colegio y todos se burlaron de mí.
No tenía conversaciones pendientes con nadie. No había conversaciones en mi móvil. Mami apenas usaba el móvil y como siempre estábamos juntos no lo usaba para escribirme. Elia sí que me mandaba de vez en cuando gifs y memes, pero estos últimos días había estado muy ocupada cuidando de mí.
Por lo demás, nada.
Navegué un rato por todas las conversaciones que tenía con mis amigos desde hace mucho tiempo atrás, antes de todo esto. Ahora me sonaban banales y falsas, y como si fueran de un pasado ajeno y perdido en el tiempo, y lo cierto es que solo tenían varias semanas. Pero mi mundo había cambiado tanto en esas semanas…
No tenía amigos. Estaba solo.
Y tenía que aceptarlo cuanto antes.
La camarera regresó con nuestro pedido. Puso un plato rebosante de tortitas encima de la mesa junto a la cesta de fruta; el café delante de Elia y el biberón frente a mí.
-¿Está bien así? –preguntó.
-My bien. Muchas gracias –contestó Elia.
-Que aproveche –respondió-. Recordad que la cesta de fruta está a vuestra total disposición. Hay que mantenerse sano.
-Cogeremos algo. Muchas gracias.
La camarera nos sonrió por última vez y se marchó.
Yo comencé a servirme tortitas en mi plato, pero lo hacía de manera torpe. Estas temblaban en mi tenedor, que temblaba igual que mis piernecitas anoche intentando sostenerme. Nunca se me ha dado bien servirme comida, siempre tenía que hacérmelo Mami.
Elia me dejó un ratito para ver si podía hacerlo yo, pero cuando se me cayó por tercera vez la tortita en el camino de la fuente al plato, resultó evidente que no iba a ser capaz.
-Espera, que te ayudo, atún –dijo acercando su silla a la mía.
Me sirvió tres tortitas, luego vertió una generosa cantidad de sirope sobre ella, las partió con el tenedor y pinchó unos cuantos trozos. Yo mantenía las manitas aferradas a Wile, pero solté una y me quité el chupete de la boca.
-¿Quieres que te las dé? –me preguntó algo extrañada. Yo asentí-. Está bien… Maldito atún en aceite de girasol…
Elia me tomó de los sobacos y me sentó en su regazo. Me acomodó bien sobre sus piernas y cogió mi tenedor con varios trozos de tortita pinchados.
-Ábreme la boquita, ¿vale? No pienso decir que aquí viene el avión. No. Me niego en redondo.
-¿Y un batmovil?
-A-bre la pu-ñe-te-ra bo-ca.
Elia me dio las tortitas esa mañana. Yo era un bebé muy bueno para comer. Abría la boquita cuando se acercaba el tenedor, masticaba con la boca cerrada, tragaba y la volvía a abrir. Al principio Elia parecía un poco cohibida dándome de comer en público pero poco a poco se iba sintiendo más cómoda. Me sonreía cuando me metía las tortitas en la boca y me limpiaba el sirope de la comisura de los labios con una servilleta, siempre sonriéndome.
Si a alguno de los clientes le resultaba raro ver a un niño de 12 años siendo al que le daba de comer su hermana mayor, ninguno dio muestras de ello. A pesar de la ambigüedad del exterior, dentro de la cafetería eran todas personas jóvenes. Algunos estaban simplemente desayunando como nosotros pero la mayoría tenía signos de haber estado de fiesta esa noche y se tomaban algo sólido antes de recogerse. Quizá estaban demasiado cansadas para fijarse en mí, en mi chupete, en Wile, o en el biberón que reposaba sobre la mesa. En cualquier caso nos estaban dejando en paz y eso eras más que suficiente.
Me terminé las tortitas y luego Elia me preguntó si quería ya el biberón. Le dije que sí y mi hermana me acomodó mejor en su regazo, tumbándome ligeramente hacia atrás y sosteniéndome la cabeza con el brazo. Luego cogió el biberón de la mesa y lo acercó hasta mis labios. Cerré la boquita en torno a la tetina y comencé a succionar para tomarme la leche.
No era de la misma marca que compraba Mami, estaba igualmente buena. Chupaba con los ojitos cerrados, tratando de olvidar que estábamos en una cafetería llena de gente, y me dejaba arrastrar hasta ese maravilloso momento en el que me están dando el biberón, abstrayéndome de todo.
Chupaba de la tetina de manera acompasada y sentía la leche cayéndome calentita en mi estómago. Después de todo lo que habíamos pasado, era una especie de recompensa; esta vuelta a la normalidad.
De nuevo Elia y yo éramos dos guerreros que tras cumplir con su misión, emprendían el camino de vuelta al hogar pero paraban antes en una posada a calentarse y a regocijarse del trabajo bien hecho. Hubiera estado bien que alguien comenzase a tocar el laúd o el violín, y se convirtiese todo en una taberna medieval y bailásemos y cantásemos al son de la música celta, pero lo veía algo complicado.
En vez de música folk había un hilillo con canciones de la radio. En vez de cerveza fría había leche caliente; en vez de jarras de barro cocido, un biberón; y en lugar de corazas y armaduras había sudaderas con capucha y… Oh, vaya… Un pañal mojado.
Se me salió el pipí cuando estaba a punto de terminarme le biberón pero no dije nada. Succioné la última gota de leche y Elia me incorporó y comenzó a darme golpes en la espalda para que echase los gases. Eructé un par de veces, más fuerte de lo que me habría gustado, y se me escapó una risita. Elia rió también y me puso de nuevo el chupete.
-¿Puedo desayunar yo ya de una vez o no? –me recriminó no demasiado en serio tirándome cariñosamente del asa lila de mi chupete.
Me volvió a sentar en mi sitio y se concentró en su desayuno; devorar el resto de tortitas que eran más de la mitad. Tras acabarme mi biberón y mi ración de tortitas, yo no tenía más hambre así que tomé de nuevo a Wile y esperé pacientemente a que Elia se terminara su desayuno.
Me fijé entonces que en la puerta de los baños estaba colgado el cartel que indicaba que dentro había un cambiador de bebés. Y he dicho baños en plural porque estaba tanto en la puerta de aseo de chicas como en la de chicos, algo que no es tan frecuente de ver. Realmente no me molestaba demasiado estar con el pañal mojado, pero evidentemente prefería estar seco.
Como todos vosotros, vamos.
Y teniendo en cuenta que no parecía un sitio hostil, sopesé la posibilidad de pedirle a Elia que me cambiara.
Medité sobre eso mientras movía el asa del chupete con el dedo.
Arriba y abajo. Arriba y abajo.
-¿En qué piensas? –me preguntó Elia mientras hacía una pausa de engullir tortitas para beber café.
Decidí ser sincero.
-En si me podías cambiar el pañal –aventuré.
-¿Estás mojado?
-Sí.
-Claro, te cambio sin problema –contestó mi hermana tras sorber de su taza-. ¿Ya no te da pudor que te cambien en público?
-Tengo pipí –dije como respuesta.
Elia terminó con todas las tortitas de la fuente y sacó un pañal de su mochila.
-Venga, vamos.
-¿Dejamos las cosas aquí?
-Es solo un momento.
-A Wile me lo llevo.
-Como quieras.
Entramos en el aseo de chicas, Elia abrió el cambiador y me subió encima. Me bajó los pantalones y me levantó la camiseta. Me soltó luego los tres botoncitos del bodi y me descubrió el pañal. Conejitos y cubiletes le dijeron Hola.
Elia despegó las cintas adhesivas de ellos y me abrió el pañal. Después me levantó las piernas y lo extrajo. Comenzó a limpiarme con cuidado y concienzudamente, asegurándose de que quedara seco. Yo sostenía a Wile a un lado y miraba al techo moviendo mi chupete mientras mi hermana me cambiaba.
Me sorprendí a mí mismo sintiéndome tan relajado en esa situación. Odiaba que me cambiasen el pañal en un sitio público, y hasta hace no tanto tiempo, me sentía muy avergonzado cuando lo hacían en casa de algún familiar. Ahora hasta ser cambiado delante de mis primas pequeñas me daba igual.
Y en este momento, encontrarme tan tranquilo mientras mi hermana me cambiaba de pañal en los aseos de una cafetería me mostró hasta qué punto había cambiado respecto a unos meses atrás, cuando solo era un niño que a pesar de tener 12 años, aún era bebé en muchos aspectos, cuando solo llevaba pañales para dormir o hacer caca, cuando el chupete solo me lo ponía a veces o cuando Wile era simplemente un peluche con el que dormía.
Ahora llevo pañal siempre, el chupete solo me lo quito para tomar biberón y Wile es mi inseparable amigo y hasta lleva pañales también.
Elia terminó de cambiarme el pañal pasándome por el culete el que había cogido de su mochila, ajustándomelo al cuerpecito y sujetándomelo fuertemente con las dos cintas adhesivas sobre una franja llena de cochecitos, camiones y semáforos.
Luego me abotonó de nuevo el bodi, me subió los pantalones y me bajó del cambiador.
Salí del aseo de chicas sintiéndome mucho mejor. Siempre es agradable que te cambien el pañal, aunque no puedan demorarse mucho tiempo en mimitos y caricias.
Elia miró la hora en su móvil lleno de conversaciones con amigas y me dijo que debíamos ponernos en marcha sino queríamos perder el autobús. Cogió dos manzanas y dos plátanos del cesto de fruta, los metió en la mochila de la que había sacado un pañal y salimos de la cafetería.
Instintivamente le di la mano nada más poner un pie en la calle. Elia me condujo hasta la parada del bus que debíamos coger y ambos esperamos sentados en el banco. Algún viandante me miraba fugazmente mientras yo reposaba la cabeza sobre el hombro de Elia chupando el chupete y ella me acariciaba el pelo, pero no pasó de ahí la cosa.
Nos subimos en el autobús y nos acomodamos para disfrutar del viaje. Era el último paso antes de volver con Mami, la última fase de nuestra misión.
En este autobús solo habían algunas personas, pero fueron bastantes las que se me quedaron mirando mientras avanzábamos hacia nuestros asientos del final y yo chupaba mi chupete. Hasta escuché a alguien decir Has visto a ese niño con chupete, pero había aprendido a hacerles caso omiso; cerré los ojos, apreté la tetina con los dientes y seguí andando.
Esta vez, yo me senté junto a la ventana y Elia al lado del pasillo. Ahí me sentía más protegido, como si mi hermana fuese la guardiana que me protegía del exterior, del pasillo y de sus voces susurrantes sin disimulo; y yo, en mi asiento, cobijado como si fuese un pequeño refugio.
El paisaje por la ventana era igual de feo que dos días atrás, y además ahora con la luz del sol se veía mejor todo su poco esplendor, así que me dediqué todo el viaje a aburrirme como una ostra.
Para una vez que me tocaba al lado de la ventana y todo lo que había que mirar por ella era más feo incluso que el suelo del autobús.
-¿Has pensado en cómo vas a darle a Mami el tesoro? –me preguntó Elia de pronto, sacándome de mi ensimismamiento desolado del paisaje.
-No –contesté.
-Debemos hacer algo especial –sugirió Elia.
-¿Cómo qué?
-Para empezar deberíamos de pedir una audiencia con ella, ya que es nuestra reina. Pero estará demasiado ocupada atosigándonos a besos, sobre todo a ti.
-Tengo muchas ganas de que Mami me abrace y me dé besitos –confesé, y me puse rojo.
-Yo también –me dijo Elia mirándome con dulzura, y luego añadió-: pero con un abrazo y un beso me vale, luego la dejo toda para ti, que seguro que quiere mimarte mucho.
-Puedo guardarme la cajita de música en mi pañal y que lo vea cuando me cambie –sugerí.
-Umm… –Elia se llevó un dedo a la barbilla y fingió que pensaba-. ¿Y cómo quieres que lo vea? ¿Mojado de pipí o cubierto de caca?
Ambos reímos un rato y acordaos que tendríamos que pensar en algo mejor. Pero sí estuvimos de acuerdo en no contare nada de mi incursión nocturna, y diríamos que simplemente cogí la cajita en un descuido de nuestro padre.
Nos comimos la fruta en silencio, disfrutando cada uno de la compañía del otro y pasamos el resto del viaje jugando a las adivinanzas y haciéndonos selfies con el móvil de Elia probando diferentes filtros. Nos transformamos en perritos, conejitos, viejos; tuvimos ojos de gato, de niño poseído, los labios llenos de colágeno... Como llevaba el chupete la aplicación no me los reconocía. También probamos diferentes apps que nos decían de qué íbamos a morir, cuál era nuestro personaje de Harry Potter o de qué verdura teníamos cara.
-¿Luego esto no lo subirás a Instagram, verdad? –le pregunté.
-En las que sales con chupete, no. Puedes estar tranquilo.
-En realidad me da igual…
-¿Ah sí? –Elia me miró con malicia.
Por fin la voz por megafonía anunció nuestra parada y Elia y yo casi nos bajamos del autobús antes de que este se detuviese. Estábamos emocionados por volver a ver a Mami.
Solo habían pasado casi dos días pero parecía que hubiesen sido dos años. Yo quería que Mami me volviese a cambiar de pañal, acunarme, darme besitos, mimarme… Era su bebé, al fin al cabo.
Elia y yo andábamos impacientes, muy rápido. Por mi parte, yo nunca he sido una persona que tuviese un gran sentimiento por su barrio pero en ese momento las casas, las aceras… Hasta las farolas me transmitían una sensación de pertenecer a algo. Desde luego mucho más a este barrio que al que habíamos abandonado esta mañana. Las calles estaban limpias (más o menos) y los bares se alegraban de ver a los clientes.
Llegamos a mi calle. Ya podía ver el coche de Mami aparcado en nuestra puerta.
-Elia, estamos en casa –dije sin poder contenerme.
-Así es, Robin. ¿Qué te ha parecido nuestra aventura?
-Digna de contarse en los libros.
Elia rió y me revolvió el pelo.
Cada vez estábamos más cerca de casa. Del castillo de nuestra reina.
Nos costaba no acelerar el paso. Yo me moría por correr, y a Elia también la notaba excitada pero trataba de contenerse.
Entonces distinguí un vehículo aparcado delante del coche de Mami. Estaba cubierto por una lona blanca y parecía…
-¡Me cago en la madre que me parió! –exclamó Elia-. ¡No puede ser!
Olvidándose de que me llevaba de la mano e iba cargada con una mochila llena de libros, algunos pañales y un ordenador portátil, y olvidándose por su puesto de su intento de contener la emoción, Elia echó a correr.
Me arrastró calle arriba sin queme pudiese soltar y más de una vez estuve a punto de caerme. Mi hermana solo se detuvo cuando llegó frente al vehículo y lo descubrió.
La moto era más bien una motocicleta, de color gris brillante y con algunos signos de uso. Era evidente que no era nueva pero parecía que funcionase perfectamente.
-Nopuedesernopuedesernopuesedeser –decía Elia admirando cada detalle de la moto.
A veces hacía algún amago de tocarla pero enseguida retiraba la mano.
En ese momento la puerta de casa se abrió y Mami apareció en el umbral, vestida con la bata de estar por casa y luciendo una enorme sonrisa en su rostro.
Elia dejó escapar un gritito que jamás hubiese yo imaginado que fuese capaz de proferir y corrió a abrazarla.
-Graciasgraciasgraciasaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahgraciasgraciasgracias –decía mientras la abrazaba y la cubría de besos.
Solo un beso y un abrazo, ¿no, hermana?
Ya.
-No te mereces menos –le dijo Mami mientras le daba palmaditas en el hombro, y entonces sus ojos se chocaron conmigo.
Yo estaba observando la escena con Wile en mi regazo y chupando mi chupete. Mami apartó a a Elia con cuidado, que corrió enseguida a seguir admirando su moto. Entonces Mami apoyó una rodilla en el suelo y abrió los brazos, abarcando con ellos toda la acera, toda la calle, el barrio, el mundo. Cientos de días de fulgurante sol y primaveras eternas. Estrellas y galaxias que brillan con colores relumbrantes.
Era un abrazo que abarcaba todo lo existente, que había existido ya y que existirá, y todo aquello que nunca podría existir, pero que allí, entre sus brazos, era real.
-Mi bebé –dijo.
Corrí hacia ella soltando la mochila en el camino, con Wile sujeto solo de una mano y llorando.
Nos fundimos en un abrazo que fue eterno. Mi carita llena de lágrimas se cobijó entre sus pechos, y ella, con esos brazos que abarcaban la eternidad, los cerró en torno a mí, y también lloró. Sus lágrimas me mojaban un poquito el pelo pero qué más da.
-Mi bebé, mi bebé, mi bebé.
No sé si había algún vecino observando por la ventana, pero qué más da.
Yo me estaba mostrando en la calle tal como era: un bebé pequeñito que necesitaba a Mami. A la vista de todos, pero qué más da.
Yo le mojaba a Mami la bata de lágrimas, pero qué más da.
Solo existíamos Mami y yo. Eso era todo.
‘’La leona se ha reunido con su cachorro y todo está bien en la selva’’.
Lloramos largo rato los dos aferrados al otro, y por fin Mami se incorporó y te tomó en brazos. Demoró un momento más en sentirme ahí, sujeto contra su cuerpo.
-Mi bebé, cómo te he echado de menos –y me dio unas palmaditas en el culete, sobre mi pañal.
Elia seguía admirando su moto. Le había quitado la pata y estaba ya sentada en el asiento, probando las luces y el motor.
-Elia, no puedes arrancar todavía. Tienes que firmar el seguro. Pasa y coges también el casco y todo. Y me tienes que ayudar con una cosa antes de que te vayas –añadió.
Elia se bajó de la moto dando un saltito y caminó hacia nosotros de igual manera. Sonreía como un niño tras un regalo de Santa Claus. Pasó por nuestro lado y nos dio un beso a cada uno y luego entro en casa.
Mami suspiró, también me dio un beso, recogió mi mochila del suelo y entró conmigo en casa, llevándome todavía en brazos.
Esta historia podría acabar aquí. Los héroes regresando a casa con su tesoro, siendo recibidos por su reina. Besitos, abrazos… Se le devuelve el tesoro a Mami fuera de escena, para que el lector se la imagine… Un final feliz, en suma.
Perfecto, como en los cuentos de hadas.
Pero el final aún puede ser más feliz.
-¡Me cago en la madre que me parió! ¡No puede ser! –oímos a Elia exclamar cuando entramos en casa.
-¿La has visto ya, no? –preguntó Mami sonriendo mientras cerraba la puerta.
-¿Cuándo la has comprado?
-Estaba encargada desde que supe que tendríais que pasar un fin de semana con vuestro padre, igual que tu moto. Ayer me ayudó tía Marie a traerla.
-Pero está sin montar.
-Sí, hay que sacar primero todas las cosas de la habitación. Por eso te he dicho que tenías que ayudarme antes de irte.
-¿De qué estáis hablando? –pregunté totalmente extrañado.
-Sorpresa, Robin –dijo Mami al dejarme de nuevo en el suelo.
-Te ha tocado la lotería, atún.
-¿Qué es lo que pas…? –y entonces la vi.
Apoyada sobre la pared, en una caja grande de cartón. Tenía el logotipo de Largue’s estampado y una fotografía debajo que mostraba lo que había en el interior, una vez estuviese montado.
Era una cuna.
*****
Cuando digo pasamos me refiero sobre todo a Mami y Elia, que fueron las que se encargaron de casi todo el trabajo. Más tarde vino Clementine y también las estuvo ayudando. Yo me dediqué casi todo el tiempo a llevarles las herramientas y vaciar algunos cajones de mi cuarto, porque había muebles que íbamos a llevar a la beneficencia porque no dejaban sitio para los nuevos. Y es que a parte de la cuna, Mami también me había comprado un cambiador.
-¿Dónde te iba a cambiar el pañal, sino?
Yo estaba muy contento, creo que más que en toda mi vida. Mi habitación se iba a convertir en una habitación de bebé. Por fin tendría una cuna, y no solo eso, sino que también había un cambiador para que me cambiasen encima el pañal, como al resto de bebés.
Yo no paré de agradecer a Mami todos aquellos regalos pero ella me dijo que me los merecía por haber aguantado como un guerrero ese fin de semana. Y fue entonces cuando Elia y yo le dimos nuestro regalo, el objeto que habíamos recuperado para ella.
Se lo dimos sin ninguna ceremonia ni florituras. Solo un Mami, mira lo que te hemos traído.
Mami abrió mucho los ojos, luego se emocionó y luego lloró. Nos abrazó a los dos a la vez, nos dio las gracias, nos preguntó de dónde y cómo lo habíamos conseguido y nos volvió a dar las gracias con otro fuerte abrazo.
Colocó la caja de música en una repisa mucho más bonita que en la que había reposado anteriormente y la admiró un ratito en silencio, recordando.
El desmontaje y montaje de mi habitación duró hasta por la noche. Clementine trajo la ranchera de su padre y cargamos dentro mi antigua cama y un pequeño armario que no dejaba sitio para el cambiador.
Fue ese el armario que tuve que vaciar. Dentro estaban algunos de mis juguetes de cuando era pequeño, sobre todo algunos videojuegos viejos con los que llevaba tiempo sin jugar. Estaban todos los de Super Mario y Zelda, que me encantaban cuando nos mudamos a esta casa; la Nintendo Gamecube, que fue mi primera consola, y a la única a la que he jugado con Elia, pues ella muy pronto se desentendió de los videojuegos para focalizarse en su querido cine. Bajé la consola y los videojuegos al salón y los fui poniendo en las estanterías junto a los más recientes.
De nuevo mis dos mundos el uno frente al otro, aunque ahora parecía que el viejo le daba paso al nuevo. Tanto en los videojuegos como en el lugar en el que iba a dormir.
Evidentemente durante ese día mojé varias veces el pañal, y cada vez me cambió una persona distinta. Primero Elia, luego Clementine y después Mami. Quien estuviese más libre en ese momento.
Clementine era la única persona fuera de la familia a la que dejaba cambiarme el pañal. Lo hacía tan bien como los demás. A veces incluso hasta me hacía más mimos que Elia.
Mi hermana me dijo que algún día, si todo iba bien, Clementine sería de la familia, pero que aún era pronto para hablar de eso.
La parte más difícil fue montar la cuna. Desmontar mi cama, bajar todas las partes incluido el colchón, cargarlas en la ranchera de Clementine y que ella las llevase a la beneficencia fue relativamente fácil en comparación.
Las instrucciones de la cuna no estaban nada claras, y cuando se hizo evidente que yo allí estorbaba más que otra cosa, agarré a Wile y bajé al salón para ver la televisión en lo que ellas terminaban.
Debido a lo poco o nada que había dormido esa noche, no tardé nada en quedarme roque. Lo último que recuerdo es haber estado viendo el capítulo de Las Súpernenas en el que el alcalde sale tomándose un biberón.
Pero por primera vez en mucho tiempo, mis sueños no eran intranquilos, terroríficos o llenos de monstruos abominables que los transformaban en pesadillas.
Soñé que era un personaje del mundo de Super Mario, como si fuese una especie de Bebé Mario. Estábamos en las carreras y tenía que competir contra los demás. No ganaba ninguna carrera pero nadie me daba miedo. Ni Wario, ni Waluigi, ni Donkey Kong… Ni siquiera Bowser, la espeluznante tortuga gigante. Cuando se acercaba con su coche y me quería lanzar alguna bomba, yo no le tenía ningún miedo.
Y eso que yo era un bebé y él un monstruo gigantesco que en Super Mario 64 hace retumbar el suelo con sus enormes pisadas.
La carrera terminaba y yo quedaba en cuarto lugar. Todos me felicitaban por mi actuación y me decían que era un bebé muy valiente por no haber tenido miedo de Bowser. Yo saltaba de alegría en mi carricoche-coche de carreras. Y la princesa Peach me preguntaba si quería que me cambiase el pañal. Yo iba a responder que sí pero entonces me desperté.
Elia y Clementine me miraban con ternura. Las dos estaban inclinadas en sofá, sujetando cada una un casco bajo el brazo y Elia me mecía ligeramente el hombro.
-Te has quedado durmiendo toda la tarde, Robin –me dijo-. Mamá está esperándote arriba para acostarte. Nosotras nos vamos a dar una vuelta.
Mi hermana me dio un beso en la frente y luego se inclinó también Clementine.
-Disfruta de tu cuna, Robin. Te la mereces –me dijo.
Elia y Clementine se fueron. Oí como mi hermana arrancaba la moto, Clementine le decía Cómo mola, Elia le contestaba que se agarrara, y ambas se alejaban montadas en el gris corcel de mi hermana.
Yo me desperecé sobre el sofá, pero lo cierto era que estaba muerto de sueño y algo amodorrado. Me llevé la mano al pañal y lo noté hinchado así que Mami tendría que cambiarme antes de acostarme.
¡Pero estrenaría el cambiador!
Bajé del sofá aferrando a Wile y subí las escaleras torpemente. Me sentía muy cansado y me costaba mantenerme de pie. Pensé en gatear pero seguro que en cuanto me pusiese de rodillas en el suelo me quedaría durmiendo sobre él.
Entré en mi cuarto tambaleándome y me encontré con Mami esperándome sentada sobre la mecedora que anteriormente tenía en su habitación y que usaba a modo de perchero.
-¡Por fin! –exclamó cuando me vio entrar. Se levantó de la mecedora, vino hacia mí y me cogió en brazos-. Estaba a punto de bajar a por ti, que se te iba a enfriar el biberón –se volvió a sentar en al mecedora y me reposó sobre sus enormes y prominentes caderas-. ¿Te gusta la mecedora? –y sin esperar respuesta, porque quizá sabría que no la iba a tener debido a lo adormilado que estaba, añadió-. Me la he traído para poder darte el biberón, porque ahora no tenemos cama donde recostarnos –y me hizo una caricia en la barriguita.
Yo levanté la cabeza y por primera vez vi mi nueva habitación.
Donde antes estaba mi cama, ahora había una cuna. Era la cuna con los barrotes de color azul que había visto en Largue´s. Tenía un cabezal en forma de arco y estaba rodeada por barrotes cilíndricos. El colchón era algo más pequeño que el de mi cama, pero resultaba de sobra para mí, aunque no pudiese moverme mucho. Las sábanas parecían mullidas y calentitas, y tenían un dibujo de un osito de peluche vestido con un traje espacial que flotaba en medio del universo, rodeado de estrellas y de planetas con aros.
El cambiador estaba perpendicular a la cuna, al lado de mi escritorio; era curioso verlo aún allí. Un retazo de mi anterior mundo pero que aún necesitaba, pues tendría que continuar con mis estudios. Pero ahí, junto a un cambiador y una cuna, era un elemento extraño, casi anacrónico.
El cambiador sin embargo, era más bonito. Tenía varios recovecos debajo de la superficie que estaban repletos con mis pañales, todos bancos con una franja decorada. Estaban de los tres tipos: con ositos en pañales; conejitos con las tres primeras letras del abecedario; y cochecitos, camiones y semáforos.
Mami se dio cuenta de hacia dónde iban mis ojos y dijo:
-Me parecía ya una tontería tenerlos guardados en el armario. ¿No te parece que ahí quedan mejor?
Sí me lo parecía, y mucho. Mostraba abiertamente mis pañales. El elemento más bebé de los bebés. El común denominador. Había bebés que no tomaban biberón, otros que no tenían peluches, otros que rechazaban el chupete (increíble pero cierto), pero todos, todos, todos los bebés llevan pañales.
Y ahora los míos estaban ahí, a la vista.
Fuera del pantalón, del bodi, del pijama enterizo.
Fuera del armario.
A la vista de todo el mundo.
Ya no tenía nada que ocultar. Nada de lo que esconderme.
Soy un bebé. A ojos de Mami y del mundo entero.
Esto es lo que soy.
Y soy feliz.
Mami me quitó el chupete despacito y yo balbuceé molesto, pero enseguida agarró el biberón de la cajonera que tenía a su lado y lo acercó hasta mi boquita. Me acomodó sobre su regazo, recostándome hacia atrás. Yo la abracé por la cintura y me pegué a su pecho. Mami inclinó el biberón lleno de leche hacia mi boquita, que yo abrí y cerré después en torno a la tetina, y comencé a succionar. Chupaba y me bebía la leche del biberón. Cerré los ojos para disfrutar más de ese momento.
Era mi favorito; Mami dándome el biberón y yo acurrucado sobre regazo, abrazado a su cuerpo mientras ella me sujetaba la cabecita con el brazo con en el que también me pegaba más hacia ella y me daba de vez en cuando palmaditas en mi culete, mientras que con la otra mano me daba el biberón.
-Mi bebé –dijo, y me dio un beso en la frente.
Yo deseé que ese biberón fuera infinito, que nunca se le acabase la leche y que yo pudiese estar siempre ahí, en el regazo de Mami, y ella pudiese estar siempre así, meciéndome y dándome el biberón. Wile se me debía de haber caído en algún momento, pero no me di cuenta. Chupaba y chupaba de la tetina, con los ojitos cerrados, centrándome solo en eso y abstrayéndome del resto del mundo.
Solo Mami y yo.
Mami, mi biberón y yo.
Yo con pañal de bebé.
Mami de vez en cuando me apartaba un mechón de pelo de la frente y me daba distraídas palmaditas en mi pañal, pero siempre sujetándome muy fuerte y con mucha delicadeza, un gesto que solo las madres saben hacer.
Cuando terminé, que ya había succionado las últimas gotas y el biberón hizo ese clásico ruido de cuando ya solo chupas aire, Mami lo dejó sobre el mueble del que lo había cogido y me hirguió ligeramente, sosteniéndome con una mano desde mi abultado culito con pañal y con la otra desde la espalda, donde comenzó a darme palmaditas para que expulsase los gases. Eructé un par de vez, ella me dio un largo beso en la mejilla y me volvió a poner el chupete, que yo recibí gustosamente y empecé a mover, chupando acompasadamente.
Chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup, chup…
Se levantó conmigo en brazos y andó dos pasos hasta el cambiador, donde me depositó con suavidad. Y entonces me percaté de lo suave que era el colchón del cambiador, y que me hacía sentir muy cómodo ahí recostado. Además de que Mami ya no tendría que inclinarse tanto para cambiarme el pañal.
Abrí los ojitos y me sentí como un auténtico bebé: encima de un cambiador a punto de que su Mami le cambiase el pañal. Era algo nuevo para mí, y me gustó.
-¿Estás cómodo, bebé? –me preguntó Mami con una enorme sonrisa mientras me veía mover mi chupete y mirar a ambos lados, para ver el mundo desde mi nueva perspectiva.
Asentí con la cabeza.
Mami me besó en la frente.
-Pues entonces te cambio el pañal.
Mami me quitó primero los zapatitos y los tiró a un lado de la habitación, luego me izó las piernas con una mano y bajó el pantalón de chándal con la otra, quitándomelo completamente. Lo que quedó fue un bebé llevando un bodi de nubes y chupando un chupete encima de un cambiador.
Mami me bajó de nuevo las piernas con cuidado y me soltó los tres botoncitos del bodi. Con mucho cuidado. Primero uno, luego otro y después el último. Enrolló el bodi hacia arriba y fue descubriendo mi pañal. Después me sacó ella misma los dos bracitos y la cabecita. Me desabrochó entonces las dos cintas adhesivas de mi pañal. Frunch y frunch. Me lo separó del cuerpecito abriéndolo hacia sí y me volvió a levantar las piernas para extraerme el pañal completamente. Me limpio con mucho cuidado, pero imprimiendo en cada gesto una ternura y cariño infinitos, y solo paró cuando se aseguró de que estaba completamente sequito. Entonces cogió un pañal de los recovecos del cambiador y lo desplegó. Me volvió al alzar las piernas tirando de los tobillos hacia el techo con una sola mano y, con la otra, pasó el pañal por mi culete. Me lo ajustó para que quedara en su sitio y me volvió a bajar las piernas. Me pasó después el pañal por mi entrepierna y me cubrió con él hasta un poco por encima del ombligo. Me lo recolocó un poquito y aguantó con un mano la parte de delante mientras que con la otra estiraba desde detrás la cinta adhesiva de uno de los lados hacia delante. La pegó sobre un conejito y luego repitió la operación con la cinta adhesiva del otro lado, pero esa vez la pegó sobre un cubilete con una ce.
Luego me dio un besito sobre mi tripita.
Le sonreí feliz, como un bebé.
Me sentía un completo bebé.
Me llevé las manos hasta el pañal y balbuceé, feliz.
-¿A mi bebé le gusta su pañal? –Mami se inclinó hacia mí, sonriendo risueñamente.
Yo reí, feliz e infantilmente.
-Venga, pues ahora el pijamita y a la cuna.
Mami abrió uno de los cajones del armario y sacó mi pijama enterizo de color azul. Llevaba un ratoncito bordado en el pecho y otro en la espalda. Y por supuesto una solapa en el culete para cambiarme el pañal.
Mami se acercó con él al cambiador enseguida, pues seguro que no quería alejarse mucho de mí mientras estuviese allí arriba por si me caía, y comenzó a ponérmelo.
Primero me introdujo una piernecita por una pata, enrollándola para que le fuese más fácil. Después hizo lo mismo con la otra. Seguidamente, me incorporó un poco sobre el cambiador, hasta que terminé sentado sobre él, y comenzó a subir el pijama hacia arriba cubriéndome el pañal, la barriguita y el pecho a la misma vez que la espalda. Me ayudó a meter un bracito por la manga, enrollándola de nuevo y luego hizo lo propio con la otra. Finalmente me abrochó todos los botoncitos de delante, de abajo a arriba, con lo que me quedé con el suave pijamita completamente puesto, sentado sobre el cambiador, y sobre un pañal.
-¿Y Wile? –preguntó Mami mirando alrededor.
Yo señalé hasta el suelo, al lado de la mecedora, donde se había caído mientras me concentraba en tomarme el biberón. Mami se aceró y regresó enseguida con él. Me lo tendió y lo estrujé contra mi cuerpo muy fuerte mientras le daba muchos besitos de chupete.
Era una manera de disculparme por haber dejado que cayese al suelo.
-Tengo una sorpresita más para ti, bebé –dijo misteriosamente Mami.
Se inclinó hacia una de las patas de la cuna y cogió una bolsa que no había percatado hasta ese momento. La miré emocionado, moviendo mi chupete más rápido. Entonces Mami extrajo de la bolsa un móvil.
Un móvil de avioncitos, helicópteros y cohetes que giraban en círculo, uno detrás otro.
Un móvil exactamente igual al que yo había roto en un intento de ocultar mi lado de bebé.
Me tembló el labio inferior y me puse a llorar, con lo que el chupete cayó de mi boca hasta el suelo. Mami lo recogió rápidamente, lo limpió con su bata y me lo volvió a poner, pero yo no dejaba de llorar.
Era un llanto de alegría por tener de nuevo el móvil.
De tristeza por haberlo roto la vez anterior.
De alegría porque Mami me hubiese comprado otro.
De tristeza porque Mami me hubiese tenido que comprar otro.
Pero Mami en ningún momento se puso triste, y me dejó que llorase sobre su pecho, aun estando yo sentado sobre el cambiador.
Mami… la mejor persona del mundo…
Se separó con delicadeza de mí y me miró con una sonrisa en el rostro.
-¿Quieres que lo pongamos en la cuna?
Asentí varias veces, muy rápido. Chupé el chupete.
Mami me dio un beso en la frente y fue hasta el cabecero de la cuna. Enganchó el móvil en el centro y le dio un toquecito. Los aviones comenzaron a girar, seguidos de los helicópteros y seguidos de los cohetes. Yo los miré embobado. Era una imagen que me había relajado tantas otras veces…, una imagen que creía que no volvería a ver… Y ahora estaba ahí, sobre una cuna.
Era un bebé tan feliz.
Mami se inclinó sobre la cuna y destapó la colcha, dejándola lista para meterme dentro y arroparme.
-Bueno, ¿qué? –Mami se giró de nuevo hacia mí con una sonrisa exultante-. ¿Quieres probarla?
Esto es el mejor capitulo que ehhh leido eres genial
ResponderEliminarGracias por esas palabras. La verdad es que era una apuesta arriesgada. Arriesgada y larga haha Me alegra que hayas sabido valorarlo^^
EliminarEl capítulo ha sido increíble... Aunque tardas en saborearlo por su extensión, realmente has dejado el alma en ello.
ResponderEliminarGracias 💜
Muchas gracias, Álex! En realidad quería hacer como una historia dentro de la historia, me alegra mucho que lo disfrutases^^
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