La cena transcurría en un silencio sepulcral.
Solo se oía el tintineo de los cubiertos en los platos y al presentador del
informativo de la noche de fondo en el televisor, aunque nadie le hacía
demasiado caso. El padre de Riley cortaba el filete rebozado y se llevaba un
trozo a la boca. Luego otro y luego otro más. Y cada tres trozos de filete
pinchaba patatas fritas y bebía un trago de su vaso de vino. En ese orden. Una
vez detrás de otra, como una secuencia de movimientos automatizados. De vez en
cuando, se limpiaba su poblado bigote lleno de canas con la servilleta de papel
doblada a la derecha de su plato, en un único gesto de aleatoriedad en medio de
acciones mecanizadas.
Su madre también cortaba el filete, pero en
trozos más pequeños, y no tenía un orden lógico de comer carne o tubérculos, ni
siquiera de beber agua de su vaso. Sin embargo, sí que usaba mucho más la
servilleta que su marido. Riley se fijaba en esas cosas; su madre se limpiaba
la comisura de los labios con asiduidad, en cuanto sentía que se le habían
quedado restos de filete o patatas, o alguna miga de las rebanas de pan que
cortaba con parsimonia.
Sin embargo, su hermano mayor comía filete y
patas muy rápido, pinchando con el tenedor de las dos cosas a la vez. Cortaba
un trozo de filete y lo pinchaba, luego pinchaba varias veces del montón de
patatas, y cuando el tenedor estaba a rebosar, cuando ya no era capaz de
pinchar ninguna más, entonces se lo llevaba a la boca. Luego lo masticaba todo
un buen rato, y bebía un enorme trago de batido de fresa para tragarlo con
mayor facilidad. Su hermano se limpiaba la boca también más veces que su padre,
y su servilleta no estaba doblada en forma de cuadrado a la derecha del plato,
sino echa una bola cerca de su codo.
Riley miró su plato. El filete y las patatas
estaban casi sin tocar. Normalmente era una niña que no tenía problemas para
comer, pero esta noche se había quedado sin apetito.
Todo se debía a la discusión que había tenido
con sus padres nada más sentarse en la mesa. Desde hacía un tiempo, casi desde
que había dejado el parvulario y empezado a ir al colegio, sus padres le venían
diciendo que ya era hora de que dejase de dormir con Perrito, el peluche que le
hacía compañía por las noches, que por si no lo habéis adivinado, es un perro.
Sus padres sostenían la absurda teoría de que
ella ya era mayor para dormir con muñecos de peluche porque ya iba al cole de
niños mayores y que por tanto debía abandonar esa costumbre infantil.
Riley se enfadó mucho. Perrito era su mejor
amigo y había sido un regalo de su hermano cuando ella tenía 4 años. Hacía solo
dos que lo tenía. No era tanto tiempo como para encariñarse tanto con él, pero cuando
estaba en casa nunca se separaba de su peluche. Con Perrito veía la televisión,
hacía los deberes, leía, y por supuesto, jugaba. Perrito era su compañero, y
cada noche se guarnecía en la cama con él.
Perrito era un perro que siempre estaba en posición
de dormir, con los ojitos a medio cerrar, lo que le confería también una
expresión triste en el rostro. Perrito era de color blanco con algunas manchitas
marrones esparcidas por el cuerpo. Una de ellas la tenía sobre el ojo izquierdo,
y a Riley le gustaba decir que su perrito era un perro pirata. Pero lo que más
le gustaba de él era que había sido un regalo de su hermano.
Matthew era, con mucho, la persona favorita
de Riley. Admiraba a su hermano mayor, le encantaba pasar tiempo con él y
siempre escuchaba sus consejos. Matthew tenía 18 años, y con esa edad
cualquiera podría pensar ya no debería estar jugando con su hermana pequeña,
pero Matthew quería mucho a Riley. La llamaba Mi joven padawan, que Riley no
sabía lo que significaba, y le enseñaba sus libros, diciéndole que algún día
todo eso sería suyo.
Por eso Perrito también era especial. Era un
regalo de su hermano y a Riley le gustaba tenerlo siempre con él porque así
parecía que había una parte de su hermano mayor siempre junto a ella. Cuando Matthew
salía con Mark o con sus amigas, Riley abrazaba mucho a perrito, acordándose
siempre de su hermano mayor. Riley y Matthew tenían los mismos ojos verdes y el
mismo pelo castaño, y la gente le decía a ella que era la viva imagen de su
hermano con 6 años.
Riley quería mucho a su hermano, y tan acostumbrada
estaba a que la defendiese durante las discusiones con sus padres que ahora
mismo se sentía tan decepcionada con él que Riley no era capaz de probar
bocado.
-Cómete el filete, Riley, que se te va a
enfriar –le dijo su madre mientras se comía el ultimo trozo del suyo ayudándose
de un poquito de pan.
-No tengo hambre –protestó enfurruñada.
-No te vas a levantar de la mesa hasta que no
te acabes el plato –le avisó su madre.
-Me da igual. No quiero irme a dormir si no
voy a estar con Perrito.
Su padre no dijo nada, pero Riley pudo notar
que estaba haciendo un enorme esfuerzo por contener la lengua.
-No vamos a volver a discutir lo mismo, Riley
–le dijo su madre-. Ya lo hemos hablado. Estás en el colegio y ya no tienes
edad para dormir con peluches. ¿O es que quieres ser una bebé toda tu vida?
–insinuó con sorna arqueando una ceja.
-No soy una bebé –protestó Riley.
-Por eso vas a dejar de dormir con el perrito
–le dijo su madre.
-Pero…
-Ya está decidido, jovencita –dijo de pronto
su padre levantando la vista del plato tras limpiarse los labios con su
servilleta-. Llega un momento en la vida de todo niño que tiene que crecer, y
eso implica separarse de ciertos objetos y costumbres: peluches, juguetes,
dejar de dormir con chupete…
Su hermano se removió en su asiento, como
siempre hacía cada vez que alguien decía la palabra Chupete.
Riley sabía por qué. Su hermano de 18 años
aún usaba chupete. Riley lo había descubierto hace un año, cuando aprovechando
que sus padres habían salido, Matthew llevó a casa a su novio Mark y Riley
abrió la puerta de la habitación de su hermano para pedirle un pincel y vio a Matthew
sentado en el regazo de Mark con un chupete en la boca. Matthew se enfadó mucho.
Riley nunca lo había visto así; se levantó de un salto de las rodillas de su
novio y le cerró la puerta en las narices mientras le gritaba que había que
llamar antes de entrar.
Unos días después, Matthew llamó muy flojito
a la puerta de la habitación de Riley, pidiéndole perdón por su comportamiento
y diciéndole que, efectivamente, aún tenía un chupete y que por favor no se lo
dijera a nadie. Naturalmente, Riley juró guardarle el secreto.
Riley miró a su hermano cuando su padre dijo
Chupete y Matthew la miró a los ojos una fracción de segundo y arqueó una ceja
a modo de advertencia. Riley no podía entender como su hermano, que se ponía
siempre de su parte en las discusiones con sus padres, ahora no dijese nada
cuando querían obligarla a dormir sin su peluche; y más si tenemos en cuenta
que él aún usaba chupete.
Muy enfadada con sus padres y con su hermano,
Riley miró su plato resignada y empezó a cortar el filete. Cuando se llevó el
primer trozo a la boca, se dio cuenta de que ya estaba frío.
-Yo quiero a Perrito… -no pudo evitar decir.
-¡Ya está bien, Riley! –gritó su padre con
tono amenazador.
-Papá… -dijo su hermano con parsimonia.
-¿Qué?
-Que te tranquilices.
-Estoy muy tranquilo, Matthew –se dirigió de
nuevo a su hija-. Y tú, Riley. No quiero volver a oír una palabra sobre este
asunto. Disfruta esta noche con tu peluche porque será la última. Llega un
momento, como te decía antes, en el que a todos los niños les toca que crecer.
Y ahora te ha tocado a ti. Estás en el cole de mayores, no en el parvulario.
Aquí ya no tienes una hora para dormir la siesta ni juguetes en clase. Ya has
aprendido a leer y por tanto, eres una niña mayor. Se acabó el dormir con
peluches.
Tras la perorata, su padre bebió un largo
trago de vino, como si se le hubiese secado la garganta.
-Riley… -el tono de su madre era más
conciliador-. Sé que quieres mucho a Perrito, nadie te está diciendo que te deshagas
de él –su padre la miró pero mamá lo ignoró completamente-. Puedes seguir
teniéndolo en tu habitación, pero ya no puedes meterte en la cama con él. Es
como cuando dejaste el biberón y el chupete. Ahora te toca dejar los peluches.
Es parte del proceso de hacerse mayor.
-Yo no quiero hacerme mayor…
-Todos nos hacemos mayores. Tu padre tenía
más pelo cuando le conocí –dijo su madre sonriendo.
-No le veo el chiste por ningún lado,
Rosemary –le dijo su padre-. Tiene que crecer. Ya es hora.
-¿Puedo decir algo? –preguntó su hermano a nadie
en particular.
-Depende –le advirtió su padre.
-Iba a esperarme a que Riley estuviese
acostada, pero os lo voy a decir ahora.
-A ver –gruñó su padre, mirando a Matthew con
recelo.
Matthew continuó ignorando el comentario de
papá.
-¿No creéis que os estáis pasando un poco?
–mira a sus padres-. Solo tiene 6 años. Muchos niños de su edad aún llevan
pañales.
-Y otros muchos duermen sin peluches, ya no
juegan con juguetes y dejaron de mojar la cama hace tres años –replica su padre.
-Lo que queráis –concedió su hermano-. Pero
creo que estáis siendo un poco injustos con Riley.
Por fin. Ahí estaba su hermano. Su héroe y
protector. Siempre dispuesto a defenderla.
-Matthew, no me hinches las pelotas que hoy
no es la noche –le dijo su padre.
-Harvey… -le advirtió su madre.
Su padre miró a su mujer y bajó el tono.
-Cuando tengas hijos… -empezó a decirle a
Matthew.
-No creo que eso pase nunca.
-Eso dices ahora.
-No, no. te lo aseguro.
-Bueno –su padre hizo un aspaviento con la
mano-, si alguna vez tienes hijos te darás cuenta de que educar no es tan fácil
–bebe vino-, y que aunque los veas como tus pequeños –continuó-, todos tienen
que crecer algún día –miró a Riley-. Y esta es la última palabra que digo sobre
este asunto.
-¡No es justo!
-¡Se acabó, jovencita! –su padre levantó la
mano señalando hacia la puerta-. ¡A la cama sin cenar!
-¡Mejor! ¡Así podré estar más tiempo con
Perrito! –Riley empujó la silla hacia atrás y salió corriendo de la cocina.
-¡Disfrútalo! ¡Porque mañana ese perro va a
la basura! –oyó gritar a su padre mientras corría escaleras arriba.
Llegó a su cuarto y cerró de un portazo.
Apoyó la espalda en la puerta y se dejó caer hasta el suelo mientras metía la cabeza
entre las piernas y lloraba en silencio. Desde abajo, le llegaba el eco de los
gritos de la cocina.
Quizá su padre tuviera razón y ya iba siendo
hora de crecer y de dejar de dormir con peluches como si fuese una bebé. Podría
esconder a Perrito, como hacía su hermano con el chupete, pero su peluche era
amucho más grande y estaba segura de que su madre se cercioraría todas las noches
de que ella no estuviese durmiendo con su peluche. Riley no sabía cómo lo hacía
su hermano para tener un chupete y que sus padres no se diesen cuenta.
De una esquina de su cuarto, le llegaron los
ruiditos que hacía Trotty, su hámster, al romper las hojas de periódico que
cubrían el suelo de su jaula y roerlas con sus dientes. Riley se incorporó, limpiándose
las lágrimas con los puñitos y fue hasta él. Trotty masticaba con sus grandes
incisivos la cara de un jugador de baloncesto impresa en un periódico deportivo
que leía su padre, y que cuando dejaba sobre el revistero, Riley cogía para cubrir
el suelo de la jaula de Trotty. Su hámster se subió ahora al comedero y empezó
a roer la cascara de una pipa de girasol para abrirla y comerse la semilla.
-Trotty, quieren quitarme a perrito –le dijo
Riley apesadumbrada, pasando el dedo por los barrotes de la jaula.
Trotty se le quedó mirando como si la atendiese,
sujetando la pipa entre sus patitas delanteras y ladeando la cabecita. Trotty
era muy mono. Tenía el pelo de color marroncito claro con un mechón de pelo entre
las orejitas que daba el aspecto de ser una cresta. Trotty se comió la pipa de
girasol y empezó a frotarse el pelo haciendo el ruidito que tanto le gustaba a
Riley:
Cushicushicushicushi.
Riley siguió un ratito más mirando a su
hámster acicalándose y después como roía otra pipa y bebía agua. Cansado,
Trotty se retiró debajo de la media cáscara de coco con un orificio que servía
de entrada y salida para dormir.
Riley fue también hasta su cama, donde
Perrito descansaba sobre las sábanas.
Ahí estaba, con su cabecita agachada y su
mirada triste, siempre con aspecto de tener mucho sueño. Riley se subió a su
cama saltando por encima de una de las barras que sobresalían por los bordes
del colchón, como si su cama fuese una pequeña cuna. Para eso no era mayor
según sus padres, pero para dormir con un peluche sí.
Riley se metió en su cama-nido y abrazó a Perrito
contra su pecho.
-Ya no quieren que sigas durmiendo conmigo
–le dijo-. Mi perrito.
Le puso ese nombre cuando al poco de
regalárselo, su hermano le preguntó que cómo se llamaba. Riley no había pensado
nunca en ponerle un nombre a su peluche, pero siempre le llamaba perrito. Decía
que era su perrito. Así que le contestó eso a su hermano.
-Perrito –le dijo sosteniéndolo delante de la
cara de Matthew.
-¿Perrito? –le extrañó.
-Sí, Perrito con mayúscula.
-Perrito con mayúscula. Está bien –su hermano
rió y le revolvió el pelo-. Me encanta.
Riley se quedó un ratito más en la cama, escuchando
sus tripas rugir y oliendo su peluche mientras no dejaba de abrazarlo. Al poco
salió de nuevo por encima de una de las barras de la cama y paseó por su
habitación con Perrito en brazos. Su colección de caballitos la miraba desde
una de las estanterías, su cojín de Elsa desde una esquina y sus pinturas y
libros para colorear desde el escritorio. Eran objetos de una niña. De lo que ella
era. No quería crecer.
Las voces de la cocina hacía tiempo que
habían enmudecido. Entonces alguien llamó a la puerta dos veces, muy flojito.
Riley dejó a perrito sobre su cama y se acercó para abrir. En el umbral estaba
su hermano sujetando en una mano un plato con dos trozos de pizza.
-Hola –la saludó sonriendo suavemente-. Te he
traído pizza. Por si tenías hambre.
Riley lo abrazó por la cintura y apoyó la
cabeza en su camiseta negra con la lengua estampada.
-No quiero dejar a Perrito –le dijo mientras
empezaba a llorar de nuevo.
-Shh –su hermano le puso una mano en la nuca
y la acarició-. Tranquila, Riley. ¿Puedo pasar?
Riley asintió frotándose aún los ojitos y se separó
de él, apartándose para dejarlo entrar. Cerró la puerta y siguió a su hermano, que
subió a su cama y se sentó sobre la almohada cruzando las piernas.
Riley se acercó también a su cama y su
hermano la subió agarrándola de las axilas y aupándola.
-vaya –su hermano miró a su alrededor-. Me
gustaba más esta habitación cuando era yo el que dormía en ella. Miró a su
hermana y le pasó un trozo de pizza-. ¿Cómo estás?
-Bien –mintió Riley cogiendo el trozo y
dándole un pequeño mordisco.
-No te enfades con papá y mamá –le dijo su
hermano mientras la veía comer-. Sabes que solo quieren lo mejor para ti aunque
a veces sean un poco tercos. Sobre todo papá.
-Dicen que tengo que crecer y hacerme una niña
mayor.
-Eso es una tontería –dijo su hermano restándole
importancia con un gesto de la mano-. Tú aún eres una niña. Te falta mucho para
crecer.
-Yo no quiero dejar a Perrito –le dijo
mientras tragaba.
-Ya lo sé –su hermano le acarició la cabeza
en un gesto reconfortante.
-Es que… -a Riley le costó más tragarse ese bocado-.
No es justo… Tú puedes tener un chupete pero yo no puedo dormir con un peluche.
-Baja la voz, anda –le dijo su hermano algo
nervioso mientras miraba a la puerta, como si tuviese rayos-x y pudiese ver si
hay alguien al otro lado.
Riley se había comido un trozo de pizza,
dejando solo la corteza. Se la pasó a su hermano, que la dejó en el plato y le
tendió el otro trozo. Riley se lo llevó a la boca.
-Mañana por la mañana seguiré hablando con
papá y mamá para intentar convencerlos de que te dejen dormir con Perrito –le
dijo su hermano.
-¿Sí? ¿Lo harás? –le pregunto Riley
emocionada.
-¡Pues claro que sí! ¡Esto aún no ha acabado,
hermanita! –y le revolvió el pelo.
Riley se sintió de pronto mucho mejor. Muy ilusionada
con la perspectiva de que todo iba a salir bien. Se empezó a comer el trozo de pizza con más ganas, y
parecía que sabía hasta mejor que el otro.
-Oye, Matthew…
-¿Qué sucede? –preguntó su hermano.
-¿Cómo hiciste para conservar el chupete?
Mathew puso cara de extrañeza.
-¿A qué te refieres?
-Tienes 18 años.
-¿Y?
-Y que mamá y papá seguro que te obligaron a
dejarlo cuando eras mucho más pequeño. ¿Cómo hiciste para tenerlo todavía?
Su hermano echó la cabeza hacia atrás y
sonrió antes de contestar.
-Verás, voy a decírtelo. Pero no se lo puedes
contar a nadie, ¿vale? –le advirtió.
-Vale –le contestó Riley emocionada.
-¿Lo prometes?
-Lo prometo.
-Verás, le pedí ayuda a alguien –dijo su
hermano.
-¿A quién? –le preguntó extrañada y
emocionada.
-¿Nunca has oído hablar de Piterete?
-¿De quién?
-Piterete –repitió su hermano.
-No –dijo Riley, que no había oído el nombre
de Piterete en su vida-. ¿Quién es ese?
-Piterete es El Duende de los Chupetes
–contestó su hermano adoptando una voz mística-. Entra por la ventana con su
cuna voladora… -dijo haciendo con su mano como que planeaba por el aire.
-¿Qué dices? –Riley rió-. Cómo va a pasar
eso.
-Claro que sí –su hermano se puso muy serio-.
Piterete entra volando por la ventana con su cuna mágica.
-¡Anda ya!
-¿No me crees? –le preguntó su hermano con
voz de listillo.
-Pues no –contestó Riley-. ¿Un duende que
entra volando por la ventana montado en una cuna?
-¿Y si crees en La Hada de los Dientes? ¿Y en
Santa Claus?
-En esos sí –le contestó Riley.
-¿Y por qué?
-Pues porque… -Riley no sabía cómo seguir-.
Pues porque existen. Porque les traen a los niños regalos. Todo el mundo lo
sabe.
-Todo el mundo lo sabe –repitió su hermano-.
Lo que no sabe la gente es que existe un duende mágico que puede ayudar a los
niños a conservar sus cosas de bebé cuando sus padres se las quieren quitar.
-¿Piterete hace eso? –preguntó Riley con los
ojos abiertos.
-¡Pues claro! –contestó su hermano-. ¿Cómo te
crees que conservé yo mi chupete? ¡Tú has querido saberlo!
-¿Piterete hizo que conservases el chupete?
-¡Claro que sí! Con su magia de duende.
-¿Y puede hacer que yo conserve a Perrito?
–preguntó poniendo su peluche en frente de la cara de su hermano.
-¡Por supuesto! Piterete ayuda a todos los
niños.
-¿Podré seguir durmiendo con Perrito?
-¡Ahora empiezas a creer en él, eh!
-Sí puede hacer que duerma con Perrito, sí
–contestó Riley emocionada.
-¿Ahora no te parece extraño que un duende
entra volando por tu ventana en una cuna? ¿Con su murciélago de mascota
revoloteando a su alrededor?
-¿Tiene un murciélago de mascota? –preguntó
Riley asombrada-. ¿Cómo Batman?
Matthew rió.
-Bueno, Batsy es más bien un murciélago de
peluche pero sí. Es su mascota –su hermano la miró-. ¿Ahora crees en él?
-¡Sí! –Riley se puso de pie en la cama-. ¡Sí,
sí, sí!
-Siéntate, anda –su hermano le tiró un
poquito del pantalón-. Piterete no vendrá si no crees lo suficiente en él.
-¿Y cómo hago para llamarle?
-¿A qué te refieres?
-Sí –contestó Riley-.El Hada de los Dientes
viene cuando se te cae un diente y Santa Claus en Navidad. ¿Cómo lo hago para
llamar a Piterete?
-A ver… -Matthew cerró los ojos, pensativo-.
Es que hace ya tanto tiempo que no lo llamo… ¡Ah, sí! –exclama de pronto
abriéndolos-. Existe un conjuro.
-¿Cuál? –preguntó Riley impaciente.
Su hermano volvió a cerrar los ojos y recitó:
Un, dos, tres, chup, chup, chupete.
Que venga Piterete,
El Duende de los Chupetes.
Y los volvió a abrir.
-Tienes que pronunciar las palabras desde el
fondo de tu corazón, creyendo en cada una con todo tu ser. Tienes que creer en
Piterete –le dijo muy serio.
-Creo en Piterete –dijo Riley.
-Dilo otra vez.
-Creo en Piterete –le dijo Riley con
convicción.
-Si no crees en él, nunca vendrá. Si crees,
solo necesitas recitar –dijo su hermano-. Repite el conjuro.
Riley cerró los ojos y repitió las palabras
de su hermano:
Un, dos, tres, chup, chup, chupete.
Que venga Piterete,
El Duende de los Chupetes.
-Deja la ventana abierta y un plato de
dorayakis y Piterete vendrá esta noche –le dijo Matthew muy serio.
-¿Y podré verlo? –preguntó Riley excitada.
-¡Claro que sí! Piterete se quedará un rato
para hablar contigo y saber cuál es tu problema. No es como Santa Claus o La
Hada de los Dientes, que vienen y ya saben lo que tienen que hacer. Piterete
tiene que enterarse de qué es lo que te pasa para poder ayudarte.
Se quedaron un rato en silencio. Riley estaba
emocionada ante la perspectiva de que un duende entrase en su habitación esa
noche. ¿Qué haría? ¿Cómo sería? ¿Sería igual de travieso que los duendes de los
cuentos? Las preguntas se materializaban en su cabeza una detrás de otra.
-Bueno, pequeña –dijo su hermano mirando el
reloj-. Los que no tenemos que no tenemos que esperar un duende no vamos a ir
ya a dormir –bostezó y salió de un salto de la cama. Riley lo siguió con la
mirada-. Recuerda –se giró hacia ella al llegar a la puerta-, un plato de
dorayakis, la ventana abierta y las palabras mágicas pronunciadas con mucha,
mucha fe.
-De acuerdo –Riley estaba decidida.
-Coge los dorayakis de la despensa, ¿vale?
Pero asegúrate de que papá y mamá no te oyen bajar.
-Está bien.
Matthew sonrió.
-Buenas noches, hermanita. Suerte –añadió.
-Buenas noches, Matthew. Gracias.
Su hermano sonrió una última vez y salió de
la habitación.
Riley esperó leyendo cuentos (que sus padres
considerarían que también son para bebés) haciendo tiempo hasta que sus padres
se fuesen a la cama. Se puso el pijama por si entraban que la viesen lista para
irse a dormir, y cuando el reloj de su mesita de noche dio las 9, apagó la luz
y permaneció debajo de las sábanas leyendo con la linterna que le había tocado
en un bote grande de Nesquik, así si sus padres se acercaban a la puerta, no
verían ninguna luz saliendo de su habitación.
Sus padres tardaron más en acostarse, sobre
todo porque su hermano bajó de nuevo hasta el salón y estuvieron un rato los
tres discutiendo. Riley no alcanzaba a oír lo que decían, pero se les notaba a
todos bastante alterados. Al final la cosa se calmó y cada uno se marchó por
fin a su habitación.
Riley esperó unos cuantos minutos más para
asegurarse de que sus padres estuviesen dormidos y salió de la habitación en
calcetines, de puntillas y sin hacer ruido. Llevaba a Perrito con ella porque
así se sentía más segura. Andar por su casa de noche y a oscuras no era lo que
más le gustaba del mundo. Pero tenía que ser valiente; si todo iba bien, esa
anoche entraría un duende por su ventana.
La casa estaba en silencio y Riley se
iluminaba con su pequeña linterna. Los ronquidos de su padre se oían desde la
habitación conyugal, lo que tranquilizó a Riley, pues significaba que su padre
se hallaba profundamente dormido. Además de que seguro que amortiguarían
cualquier ruido que ella pudiera hacer, aunque iba con el máximo cuidado
posible, pisando muy flojito y solo de puntillas.
Llegó a la cocina, abrió la puerta con
cautela, muy despacio, para evitar que chirriase y entró en la estancia sin
encender la luz. Dejó a Perrito sobre la mesa y abrió la puerta de la despensa.
Esta sí chirrió. Riley aguardó con el corazón latiéndole muy deprisa a oír
algún ruido del piso superior que indicase que alguno de sus padres se hubieran
despertado, pero no fue así. Más tranquila, pudo asomarse dentro del armario a
buscar los dorayakis para Piterete.
Las estanterías estaban llenas de magdalenas,
galletas y demás dulces y bolería para el desayuno o para cuando su madre
recibía visitas para tomar el té. Detrás del bizcocho de brownie, vio los dorayakis,
que compraban solo para Matthew, ya que él era la única persona de la casa que
comía esos dulces japoneses. A ninguno más le gustaban, por eso a Riley le
pareció extraño que los comiese un duende, pero su hermano le había dicho que
así era, por lo que ella no iba a dudar. Cogió cinco y los sacó de su envoltorio
de plástico. Los dejó sobre la encimera y arrastró con cuidado una silla hasta
el armario de la vajilla para sacar un plato llano. Se subió sosteniendo la
linterna con los dientes y cogió un pequeño plato que usaba su madre para
ofrecer dulces y pastas a sus amigas.
Volvió a dejar la silla en su sitio para
eliminar cualquier prueba de su presencia allí, se puso a Perrito entre su
brazo y su costado, cogió con una mano el plato con los dorayakis y con la otra
la linterna y regresó de nuevo a su habitación.
Abrió la puerta con la mano con la que
sujetaba la linterna y entró tambaleándose dentro, con los dorayakis, Perrito y
la propia linterna. Cerró la puerta empujando con el culete y dejó todo lo que
llevaba encima en la mesa del escritorio, al lado de sus pinturas. Ni siquiera
encendió la luz. Seguro que ya era tarde y tenía que darse prisa para recitar
el conjuro que traería al duende.
Cogió a Perrito y puso la linterna apuntando
hacia la ventana, para iluminar lo máximo que pudiese con la pequeña
bombillita. Riley coloca cuatro dorayakis alrededor del plato y uno en el
centro, para hacer un presentación bonita, como ha visto hacer a su madre.
Coge la linterna y, con Perrito en brazos, se
pasea por la habitación dándole las buenas noches a todas sus cosas, como hace
cada noche.
-Buenas noches, cojín de Elsa –dice muy
flojito-. Buenas noches, muñecos de superheroínas; buenas noches, cuentos;
buenas noches, caballitos; buenas noches, pinturas y libro para colorear –se
acerca a la jaula de su hámster-; buenas noches, Trotty.
Ahora se dirige a la ventana, descorre las
cortinas y la abre. Levanta el pestillo con forma de garfio y lo saca de la
clavija, se sube de rodillas en la repisa de la ventana, que tiene varios
cojines actuando de sofá, y la abre de par en par.
Apoya los codos en el alfeizar y cierra los
ojos, concentrándose en cada una de las palabras que va a decir y procurando pronunciarlas
con todo el convencimiento que del que es capaz. Como le había dicho Matthew:
si no crees en él, nunca vendrá. Si crees, solo necesitas recitar.
Un, dos, tres, chup, chup, chupete.
Que venga Piterete,
El duende de los chupetes.
Abre los ojos.
Ya está.
Siente que lo ha hecho todo bien. Repasa en
su cabeza los pasos : dorayakis, ventana y palabras mágicas. Por si acaso, se
asegura de que la ventana está totalmente abierta, pero enseguida retira la
mano. No quiere estropear el conjuro.
Riley va hasta la cama, aferrando muy fuerte
a su perrito, salta los pequeños barrotes y se mete dentro, cubriéndose el
cuerpo con las sábanas. Creía que al dejar la venta abierta iba a tener más
frío, pero hace una inusual y calurosa noche primaveral. Riley guarda la
linterna de Nesquik en el primer cajón de la mesita de noche y se abraza más a
Perrito.
Su compañero.
No va a perderlo.
Riley e da cuenta de todo el sueño que tiene.
Quedarse despierta durante bastante más tiempo de la hora a la que se suele ir
a la cama, la ha dejado agotada. Deja escapar un bostezo, besa a Perrito y se
queda inmediatamente dormida en un profundo sueño.
*****
Se despierta de golpe. No sabe cuánto ha
dormido pero sí que no se siente para nada cansada. La luz de la farola que hay
en frente de su casa entra por la ventana abierta iluminando parcialmente su
cuarto. Una luz amarilla cae perpendicularmente dibujando sombras en la
penumbra del cuarto y dándole al resto de la estancia una iluminación
amarillenta. Riley coge a Perrito y sale de la cama. Se baja de ella como si saltase
una valla muy bajita. Sin calzarse las zapatillas, anda descalza por su cuarto
hasta el escritorio, hasta el plato con dorayakis. Mathew le dijo que si
viniese Piterete, cuando viniese,
ella lo vería, pero quiere asegurarse de que las pastas siguen ahí por si se
hubiese quedado profundamente dormida y se hubiese perdido la visita del
duende. Tenía tanto sueño antes de irse a la cama…
Pero los dorayakis siguen en la misma
posición en los que los dejó antes de acostarse. Eso significa que Piterete aún
no ha llegado.
O quizá ni fuer a avenir. Quizá fuese todo
una invención de su hermano…
No.
No podía pensar eso. Matthew nunca le había
mentido. Si él había dicho que Piterete vendría es que iba a venir. E iba a
conseguir, con su magia de Duende de los Chupetes, que ella pudiera seguir durmiendo
con Perrito. Su hermano lo había dicho: tenía que creer que Piterete existía
con todas sus fuerzas.
Esperanzada, fue hasta la ventana, todavía
con su perrito en brazos. Se subió en la repisa, encima de los cojines y miró
la calle, con los codos apoyados en el alfeizar y Perrito entre ellos, mirando
hacia afuera también, con sus ojitos tristes y cansados.
La calle estaba parcialmente iluminada, con
pequeños haces de luz que emanaban de las bombillas de las farolas hacia abajo
y que daban la impresión de ser pequeños platillos volantes con rayos de
abductores. Riley miró hacia el cielo. Si Piterete era un duende que volaba en
su cuna, vendría por allí. Pero el firmamento nocturno estaba complemente
tranquilo, lleno de estrellas y con una enorme luna. Le recordaba a un cuadro
que tenía su hermano en su cuarto en el que se veía un cielo azul oscuro lleno
de estrellas sobre un pequeño pueblo. Se acordó de lo que había dicho Matthew
antes de acostarse y volvió a repetir, con muchísima más convicción que la
primera vez y cerrando muy fuerte los ojos para concentrarse más:
Un, dos, tres, chup, chup, chupete.
Que venga Piterete,
El Duende de los Chupetes.
Los abrió. Nada. El cielo seguía igual de
tranquilo.
Espero un poquito más y se bajó del sofá-repisa
dándole la espalda a la ventana, dispuesta a marcharse de nuevo hacia su
cama-nido y aprovechar su última noche con Perrito.
Pero no había dado ni dos pasos cuando algo
la hizo girarse.
No sabría decir qué. Un espasmo. Una intuición.
Una sensación.
Miró por la ventana pero todo seguía igual de
tranquilo.
Pero algo la hizo asomarse.
Pasaba algo.
Lo sentía.
Se subió de nuevo sobre la repisa, aferrando
muy fuertemente a Perrito y miró hacia el cielo.
Algo volaba sobre él, delante de todas las
estrellas del cosmos. O era muy grande y volaba muy lejos, o era pequeñito y planeaba
sobre las demás casa de la urbanización. Tenía forma rectangular, pero se
vislumbraban dos sombras que sobresalían de cada extremo, como si fuese una
cesta con el asa rota. Una sombra más pequeña se agitaba alrededor de la grande
muy rápido. Parecía que fuese a la vera de la figura mayor. Y ambas se estaban
acercando. A la vez.
Conforme volaban más cerca de la casa de
Riley, esta conseguía divisar la forma con más precisión. Una de las sombras
que sobresalían de un costado era mucho más alargada que la otra, que cada vez parecía
más achatada. La sombra pequeña revoloteaba como un colibrí y hacía un ruido
parecido al batir de alas. Pero no era nada comparado con el otro ruido que
hacía la forma rectangular. Era mucho más fuerte que el de la pequeña figura,
pero Riley conseguía distinguir ambos sonidos. El más alto sonaba como una
especie de hélice que giraba muy deprisa, pero no emitía un ruido metálico,
sino uno más parecido al ruido del plástico al chocar, con pequeños pitidos
agudos, como cuando aprietas un muñequito de goma de bebés.
La sombra se acercaba más y más. Ya iba por
la manzana de enfrente, directa a su ventana. Riley la distinguía cada vez con
mayor nitidez. La sombra más alargada de un extremo era una figura con forma
humanoide, cuyas piernas se apoyaban en dos barrotes colindantes. De lo que debía
de ser su cabeza brotaban tres bultos alargados que emitían un sonido como el
de los cascabeles al moverlos. Los brazos de la figura humana estaban en
jarras, apoyados en su cintura. El bulto del otro extremo no es que emitiese un
sonido de hélice. Es que era una hélice. Giraba y giraba muy rápido. Y la
pequeña sombra que revoloteaba alrededor de la batía lo que eran unas alas muy
rápido.
La extraña composición se acercaba derecha hacia
su ventana más y más, muy rápido aunque describiendo pequeños vaivenes en su
movimiento.
Cuando solo estaba a unos metros y parecía
que no iban a frenar, Riley se apartó de golpe de la ventana y se echó hacia
atrás varios pasos.
Por ella entró una cuna volando.
Volando. Una cuna.
Una cuna volando.
Entró una cuna volando con un… Riley no
sabría decir si era un hombre, un adolescente o un chiquillo… con un duende
sostenido en la proa con una pierna flexionada hacia delante y la otra totalmente
recta hacia atrás, con el torso inclinado hacia delante mientras que estiraba
los brazos hacia atrás para hacer contrapeso, pues la cuna que viajaba describía
todo el rato pequeños vaivenes hacia delante y atrás, como un subibaja de los
columpios.
La cuna no volaba por si sola.
La hélice no era sino un móvil de los que se ponen
en las cunas normales, las que no vuelan, para tranquilizar a los bebés con
animalitos que giran, solo que los de la cuna del duende giraban a toda
velocidad. Conforme se iban deteniendo, Riley pudo distinguir un rinoceronte,
un unicornio, un alce, una muñeca de trapo, el Coyote de los Looney Tunes y un tigre. Una extraña
combinación para un móvil de cuna.
Riley no se preocupó de que el ruido pudiera
despertar a sus padres. Ni siquiera se le pasó por la cabeza. Estaba totalmente
convencida de que ellos no estaban oyendo nada, y no sabría decir por qué.
Sabía que ella era la única testigo de ese maravilloso espectáculo.
El ruido ni siquiera había despertado a
Trotty, que seguía durmiendo plácidamente en su jaula, entre cáscaras de pipas
y periódico roto.
Lo que no paraba de revolotear alrededor no era
sino un murciélago de peluche, de color violeta, demasiado gordo y con alas
demasiado pequeñas como para que pudiesen sostenerlo en el aire. Pero volaba.
Volaba inquieto batiendo sus alitas de un lado a otro.
Riley miró asombrada como la cuna se posó suavemente
en el suelo, dejando de girar su hélice de animalitos infantiles y como el
duende bajaba de ella de un salto y se posaba en el suelo, haciendo el ruido de
los cascabeles al ser agitados.
Y no era para menos, pues llevaba varios en
su traje. El duende tenía aspecto humano, de eso no había dudas. Era más alto
que Riley, como un niño de unos 10 años. Vestía un pijama rojo enterizo, como
los que llevan los bebés, que le cubría desde las puntas de los pies, donde
llevaba cosidos unos cascabeles amarillos, hasta el cuello, del que sobresalían
tres picos hacia abajo como los de los bufones medievales, de color verde con
un cascabel en cada punta. El pijama era muy ajustado, resaltando su figura larguirucha
y el pañal que llevaba debajo, que abultaba mucho por delante, por la cintura y
por su culete. Llevaba en la cabeza un gorro de tres puntas alargadas acabadas también
en cascabeles de los mismos colores que el traje.
Pero lo que más le llamó la atención a Riley
fue si cara.
No tenía cara de adulto, pero tampoco de
niño. Tenía rasgos que recordaban una mezcla entre ambos, pero tampoco era un
rostro de adolescente.
Tenía unas pobladas cejas, una de color verde
fosforito y rosa fucsia, encima de dos ojos con mirada traviesa. Sus orejas
eran alargadas y acabadas en punta, con un pendiente de aro en cada una. Su
rostro terminaba en una pequeña perilla de color negro enroscada y llevaba en
la boca un chupete azul y blanco. Su sonrisa pilluela sobresalía a ambos lados.
-Un poco de paciencia –le dijo sacando un
reloj de arena de una de las mangas del pijama-. No eres la única niña que
tiene problemas. Tenía que solucionar un pequeño conflicto antes de venir; una
niña de Sheffield a la que sus padres quieren obligar a dejar el biberón.
Su voz sonaba como la de cualquier duende. Aguda
y dicharachera.
-Lo-lo siento… -alcanzó a decir Riley, que se dio cuenta de que había
estado durante todo el rato con la boca abierta.
El murciélago seguía revoloteando por toda la
estancia.
-¡Eh, Batsy! –lo llamó el duende-. Para un
momento y ven aquí, que me estás poniendo nervioso.
El murciélago paro inmediatamente de dar
vueltas por el cuarto y se posó en el hombro de su dueño, quien le acarició del
lomo con dos nudillos.
-No importa –le contestó el duende distraídamente
mientras acariciaba a su compañero. Su voz sonaba totalmente inteligible, como
si no llevase puesto un chupete en la boca-. Así que tú eres Riley, ¿no? –la
miró fijamente.
-Sí –contestó Riley, aún algo nerviosa por la
presencia de ese ser en su cuarto que había llegado volando en una cuna.
-Yo soy Piterete, El duende de los Chupetes
–contestó el visitante haciéndole una reverencia. El murciélago voló de su
hombro hasta el otro cuando volvió a incorporarse-. Y este de aquí es Batsy.
Fiel compañero y revoloteador murciélago.
El murciélago de peluche imitó a su dueño
haciendo también una reverencia.
-Encantada –respondió Riley educadamente apretando
a Perrito contra su cuerpo.
Piterete empezó a pasearse por la estancia
mirando a su alrededor. Emitía un sonido de cascabeles agitados entremezclado
con el ruido que hacía su pañal a cada pasó. A Riley le sorprendió que aún
llevase pañales y usase chupete, pero no sabría decir exactamente qué edad podía
tener el duende. Y además, seguro que la cuna no la usaba solo para volar.
-Bonita habitación –dijo al poco-. Muy
infantil. Me encanta.
-Gracias –dijo Riley, flojito. No le había
quitado la vista de encima al duende durante todo el rato.
Piterete fue hasta la cama, se subió de un
salto y cruzó las piernas para sentarse mirándola ahora a ella. Batsy voló de
su hombro y se posó en el cabezal.
-Bueno, Riley, ¿cuál es tu problema? –le
preguntó.
-¿No… no lo sabes?
El duende pareció sentirse ofendido.
-Eh, no puedo saberlo todo, ¿sabes la cantidad
de niños que hay pidiéndome ayuda todos los días? –empezó a rememorarlos-. Mis
padres quieren quitarme mis juguetes, mamá quiere que deje el pañal, me gusta
beber en mi tacita-biberón… Bastante que sabía tu nombre antes de venir aquí…
Que ahora que lo pienso… –el duende bajó de un salto de la cama y se asomó a la
ventana-. Me parece que no es la primera vez que vengo a esta casa. Esta ventaba
me es familiar. Y yo nunca olvido una ventana.
-Sí, mi hermano mayor antes dormía en este
cuarto –le dijo Riley.
-¡Ajá! Lo sabía –el duende se apartó de la
ventana, satisfecho de si mismo, y andó hacia ella-. Mathew, ¿verdad? ¿Qué tal
está el pequeñín? ¿Sigue durmiendo con su chupete? –preguntó dando unos toquecillos
al asa del suyo.
-No es tan pequeñín –le dijo Riley-. Es mi
hermano mayor, tiene ya 18 años. Y sí –añadió-. Sigue durmiendo con su chupete.
El duende río. Parecía muy contento.
-¡Ja! –exclamó-. Me encanta. Siempre supe que
llegaría lejos –miró a Riley-. En fin, Riley, ¿qué es lo que te sucede a ti? ¿Tampoco
quieres dejar el chupete? –volvió a pasearse por la habitación y se detuvo en
la estantería de los caballos, mirándolos uno a uno.
Riley apretó más a Perrito contra su pecho.
-No… Es que…
-Antes había aquí playmobils de piratas, ¿verdad?
–la interrumpió mirando los caballitos.
-Sí… A mi hermano le gustan mucho los
piratas.
-Vaya –dejó la yegua baya y se giró hacia
Riley-. No es tan listo como pensaba. Yo odio los piratas.
-Bueno, lo que me pasa es… -empezó Riley intentando
contarle al duende su problema.
-¡Dorayakis! –exclamó Piterete al toparse con
el plato que dulces japoneses-. ¡Me encantan! ¡Son mis favoritos!
-Los he cogido para ti –le dijo Riley, intentando
sonar amable.
-Buena elección –le contestó el duende mirándola
sonriente y cogiendo uno del plato, pero
antes de llevárselo a la boca se fijó en el peluche que sostenía Riley entre
sus brazos-. ¡Oh, cielos! ¡Qué peluche más mono! –exclamó. Y andó a grandes zancadas
hacia ella, entre sonidos de cascabeles y pañal. Se puso en cuclillas,
quedándose frente a frente con Perrito-. ¿Puedo cogerlo?
Riley no quería separase de su peluche, pero
se suponía que el duende había venido a ayudarla así que se lo pasó.
-Gracias –contestó él mirándolo a los ojos
con expresión tierna-. ¡Qué peluche más bonitito! –Batsy hizo un ruidito de
molestia desde el cabezal de la cama de Riley-. Tú también eres mono, Batsy –le
dijo Piterete girando al cabeza hacia él-. Es un poquito celoso –explicó a Riley.
¿Cómo se llama?
-Perrito –contestó Riley.
-¡Perrito! –exclamó el duende mirándolo de
nuevo-. Me encanta. Un perrito que se llama Perrito. Tiene su gracia. Perrito,
Perrito… -comenzó a decir mientras se
daba la vuelta y lo acariciaba.
-Sí, y por eso te he llamado –le dijo Riley,
que es estaba impacientando un poco.
Piterete, se giró de nuevo hacia ella, con Perrito
entre sus brazos. La miró con amabilidad.
-Tú dirás.
-Pues…
-¡Un momento! –volvió a interrumpirla el
duende llevándose una mano a su barriga-. Tengo hambre. ¿Tienes hambre? –le
preguntó rápidamente a Riley-. ¿Quieres un biberón? Yo si quiero un biberón. Aguarda
un segundo.
El duende hablaba muy rápido y muy animado.
Le devolvió Perrito a Riley y se fue hasta su cuna. Se inclinó sobre los
barrotes y comenzó a rebuscar entre las sábanas. Su culito abultado por el
pañal se quedó mirando hacia arriba mientras el duende agitaba sus piernecillas.
Riley se preguntó quién le cambiaría el pañal.
-Seguro que lo tengo por aquí –decía el
duende con la cabeza metida entre las sabanas-. ¡Eh, Batsy! ¿Has visto tú mi
bibe? –le preguntó al murciélago-. Nada, está aquí –dijo enseguida.
Se incorporó de nuevo sosteniendo en la mano
un biberón lleno de leche. Escupió el chupete de la boca, que se mantuvo flotando
en el aire a la altura de su gorro y se llevó la tetina del biberón a la boca.
Chupó de ella la leche con ansia mientras tenía los ojos cerrados. Su cara traviesa
era ahora una cara angelical, la de un bebé que disfruta de su biberón. Al poco
paró de beber y soltó un sonoro eructo. Su cara volvía a tener una expresión pícara.
-Sheffield está muy lejos de aquí y no he
podido parar a tomar nada de camino –dijo mientras el chupete volvía
mágicamente a su boca-. Debería dejar de beber ya o me haré pipí encima. Y no
tengo ganas de cambiarme el pañal –añadió.
-¿Podemos hablar ya de lo mío? –le pregunto
Riley impaciente.
-¿Qué? –el duende la miró distraído-. ¡Ah sí!
¡Tu pequeño problema! Sí, sí, claro. Vente a la cama. Es cómoda y podré seguir
tomando biberón –se llevó una mano al pañal-. Creo que no me voy a hacer pipí,
pero nunca se sabe. Por eso llevo siempre un pañal. ¿Tú llevas pañal?
-No –contestó Riley.
-Ya me lo parecía a mí –dijo mirándole la
cintura-. Bueno, vente a la cama y cuéntame.
Piterete llegó antes que ella y se subió de
un salto. Dejó el biberón a un lado y cogió a Riley de las axilas para subirla
dentro. Le hizo cosquillas con sus larguiruchos dedos y no pudo evitar solar
una risita. Piterete la dejó encima del colchón y cruzó las piernas dejándose
caer sobre el cabezal de la cama y llevándose de nuevo el biberón a la boca,
mientras el chupete salía mágicamente de su boca y flotaba en el aire.
Riley miró al duende tomarse el biberón.
Parecía un bebé de verdad. Su pañal se notaba mucho dentro de su ajustado
pijama. Piterete chupaba de la tetina sosteniendo el biberón entre sus manos.
Paró al cabo de un rato en el que Riley solo lo miró impaciente mientras
esperaba a que el duende acabase y poder hablar de perrito. Cuando estuvo
saciado, se sacó el biberón de la boca mientras el chupete volvía a ella y lo
dejó sobre la almohada. Riley pudo ver que el contenido de la leche no había
disminuido.
-Me encantan estas camas –dijo Piterete sosteniéndose
con sus manitas y levantando varias veces el culito, con lo que su pañal sonó
más-. Después de las cunas, es mi segundo sitio preferido para dormir. Bueno,
el tercero –rectificó enseguida-. El segundo serían los carricoches.
-¿Podemos hablar ya de Perrito? -le preguntó
levantando a su peluche y sosteniéndolo delante de la cara del duende.
-¡Claro, claro! –Piterete separó la espalda
del cabezal y se irguió un poco-. ¿Qué pasa con Perrito?
-Pues… -Riley se llevó de nuevo su peluche al
regazo-. Mis padres dicen que ya soy mayor para dormir con peluches y quieren
quitármelo.
-Entiendo –el duende se sostenía la barbilla
con la punta de sus dos dedos índices-. ¿Y quieren tirártelo a la basura,
guardarlo en el desván…?
-No –contestó Riley. Sus padres no habían
dicho nada de eso-. Dicen que puedo tenerlo en mi cuarto, pero que tengo
prohibido dormir con él… Pero yo creo que eso es peor, ¿no?... Es decir… tener
a tu peluche todos los días en una estantería pero sin poder acurrucarte con
él, sentir su calor, su tacto… -bajó la cabeza. Sentía que sus ojos se
humedecían.
-Bueno –el duende se enroscaba su perilla
mientras miraba a Riley atentamente, quien levantó la cabeza-. Es menos grave
de lo que pensaba –dijo-. No es lo mismo la magia que hay que hacer para
conservar un peluche cuando este va a ser tirado a la basura u guardado en el
desván que cuando se puede conservar en la misma habitación –el duende se levantó
de un salto de la cama y se paseó por el cuarto-. La habitación es el santuario
de cada persona –dijo abarcando la estancia con un movimiento de su brazo-.
Aquí es donde somos nosotros mismos, alejados del mundo de fuera. Muchas veces
separados también del resto de los familiares que viven con nosotros. En nuestras
habitaciones, casi siempre cuando vamos a acostarnos, es donde podemos volver a
sentirnos seguros… a salvo. Y en eso juegan un papel fundamental nuestras cosas
de bebé o de cuando éramos pequeños. Hay muchas personas que llevan una vida
normal… estoy hablando de cuando son mayores… cuando ya son adultos –aclaró-.
Adultos que hacen su vida, que incluso están casados y tienen hijos, y siguen durmiendo
con un peluche… o con su mantita de cuando eran bebés. Y sus hijos también se
llevan un peluche cuando van a la cama… o un juguete. Son las habitaciones
–miró de nuevo el cuarto de Riley-. No sé lo que tienen, pero son especiales.
Son una zona segura para cada uno de nosotros. ¿Qué has hecho cuando te has
peleado con tus padres esta noche?
-¿Cómo sabes…? –le preguntó Riley
sorprendida.
-Yo sé muchas cosas –la interrumpió el duende
con una sonrisa-. ¿Qué has hecho?
-Venirme a mi habitación –contestó Riley,
aunque sospechaba que el duende sabía la respuesta.
-Venirte a tu habitación –repitió-. Cerrar de
un portazo y sentirte a salvo, ¿verdad?
-sí –admitió Riley.
-Son las habitaciones… -volvió a decir el
duende-. Es fácil hacer la magia si el objeto se va a quedar en la habitación.
Entre el individuo y su habitación siempre hay un vínculo… Con los peluches es más
fácil aún –le dijo. Riley lo escuchaba con mucha atención, como jamás había escuchado
a nadie. Ni siquiera a su hermano-. No es como cuando algún niño te llama
porque quieren obligarlo a dejar el pañal –continuó-. Normalmente los pañales
se van a la basura y la magia para conservarlos ha de ser más poderosa. Lo
mejor es que me llamen la primera vez que sus padres les digan que van a
quitarles el pañal, porque normalmente siguen teniendo pañales en su cuarto…
Pero eso a ti no te interesa –miró a Riley-. Tú lo que quieres es conservar tu
peluche –fue hasta la cama y se volvió a subir de un salto.
Riley estaba realmente fascinada con el
duende.
Piterete acarició en la cabeza a Batsy, que
seguía sobre el cabezal, y miró a Riley sonriendo.
-¿Tú quieres tener a Perrito contigo? –le
preguntó.
-Sí –contestó Riley, intentando sonar firme y
decisiva. Piensa que lo ha conseguido.
-¿Con todas tus fuerzas?
-Con todas mis fuerzas –dijo segura.
-¿Quieres a perrito?
-Sí –contestó con convicción. No había estado
más segura de nada en su vida-. Lo quiero muchísimo.
-Entonces conservarás a Perrito.
Piterete puso una mano sobre la cabeza de
Perrito, y Riley vio cómo su palma se iluminaba tenuemente. Sintió una brisa
recorrer su cuerpo y pasar hasta Perrito, y por un momento, sintió una unión total a su peluche, como si le hubieran atado
un cordel invisible a los dos. El de Riley salía desde su corazón.
-Perrito es tuyo –dijo el duende.
Y Riley lloró. Lloró de alivio y felicidad.
Perrito era suyo. Lo sabía.
Podía sentirlo.
-Gracias, Piterete –contestó muy flojito, aún
sin levantar la cabeza, disfrutando de esa sensación.
-Gracias a ti. Por existir –le dijo el duende
pasándole una mano por la cabecita.
-No –Riley levantó la cabeza y lo miró
directamente a los ojos-. Gracias a ti por existir –y se lanzó a abrazarlo, sin
soltar a Perrito.
Batsy levantó el vuelo desde el cabezal y empezó
a revolotear entre los dos, haciendo ruiditos molestos, celoso de que su amo le
estuviese dando cariño a otra.
-Vale, vale –dijo el duende intentando
separarse poco a poco de Riley-. Vas a conseguir que me haga pipí encima de la
emoción.
-No importa, llevas un pañal –contestó Riley
con la cara pegada a su hombro.
-Sí, es verdad –admitió el duende.
Finalmente se separó de ella y la sentó sobre
la cama. Riley se secó los ojitos llorosos con la base de su puñito, mientras
en la otra mano aferraba fuertemente a su peluche, ahora inseparable.
-Se está haciendo tarde –le dijo el duende-.
Tengo que irme y tú tienes que acostarte.
Riley sabía que en algún momento eso iba
pasar, pero no hacía que fuese más fácil despedirse.
-Yo no quiero que te vayas –le dijo.
El duende sonrió.
-Hay más niños que necesitan mi ayuda, Riley.
Y tú quieres que los otros niños sigan conservando sus cosas de bebé, ¿verdad?
No te gustaría que otro niño tuviese que renunciar a su peluche.
Riley aferró más a Perrito contra ella.
-No –contestó.
No le gustaría nada.
-Entonces me marcho, pequeña –le dijo Piterete
melosamente.
-Está bien –Riley se frotó un ojo, del que
volvían a surgir lágrimas.
Piterete le abrió las sábanas y golpeó suavemente
el cochón con la palma de la mano. Riley captó el significado y gateo hasta la
posición que marcaba el duende. Se recostó allí y abrazó a Perrito. El duende
la arropó y le acarició cariñosamente la cabecita a ella y a Perrito. Se alejó
despacito de la cama de Riley hasta su cuna, haciendo sonar sus cascabeles y su
pañal. Batsy estaba posado dócil sobre su hombro derecho. Piterete subió de un
salto a los barrotes de su cuna y chasqueó los dedos. El móvil del rinoceronte,
el unicornio, el alce, la muñeca, el Coyote y el tigre empezó a girar. La cuna
se elevó en el aire y comenzó a girar, orientándose hacia la ventana. Riley contemplaba el majestuoso espectáculo
arropada entre sus sábanas, aferrando entre sus manitas al que iba a ser su
amigo para toda la vida.
-Ups, casi lo olvido –exclamó el duende. Chasqueó
de nuevo los dedos y su biberón, que estaba apoyado en la almohada, al lado de la
cabecita de Riley, que no había reparado en él pues estaba absorta contemplando
al duende volar en su cuna, salió disparado hasta la mano del Piterete, quien
lo dejó caer en el cochón de su cuna. Batsy levantó el vuelo desde el hombro
del duende y comenzó a revolotear a su alrededor.
De pronto Riley recordó algo.
-¿No te vas a comer los dorayakis?
El duende miró al plato de dulces antes de
contestar.
-No, lo siento, Riley –volvió a sacar el
reloj de arena de su manga-. Me tengo que ir ya que llego tarde. Sí, sí. Ya nos
vamos, pesado –le dijo al murciélago que había comenzado a darle en el gorro de
cascabeles el hocico-. Qué peluche más impaciente.
-Nunca te olvidaré, Piterete –le dijo al
duende desde su cama.
-Ni yo a ti, Riley. Nunca os olvido a
ninguno.
Y la cuna salió volando de nuevo por la ventana,
con el móvil girando a toda velocidad, sin que se distinguieran los animalitos,
en una forma borrosa gris, blanca, marrón, negra y amarilla, haciendo el ruido
de los juguetes de plástico al chocar entre ellos, con el pitido agudo de los
juguetes de goma para bebés. Riley no pudo evitarlo y salió de la cama. Se
asomó a la ventana y vio la figura de Piterete encima de su cuna voladora, con Batsy
revoloteando a su alrededor, alejándose a toda velocidad en dirección a la luna
llena.
-Gracias, Piterete –repitió de nuevo, segura
de que el duende la había escuchado.
Riley regresó de nuevo a su cama y se metió
debajo de las sábanas. Se percató de que estaba muy cansada. No sabía qué hora
era, pero seguro que debía de ser muy tarde.
-Te quiero, Perrito –le dijo a su peluche-. A
partir de hoy te lo diré todas las noches.
Lo besó en su carita triste, de perrito
melancólico, lo achuchó contra ella y se quedó dormida enseguida, por segunda
vez en aquella noche.
*****
El despertador de su mesita vibró con un
ruido ensordecedor. Riley se despertó y se sintió inmediatamente muy
descansada, a pesar de haber dormido muy poco la noche anterior. La luz matinal
iluminaba totalmente su cuarto, pues no había vuelto correr las cortinas y cerrar la ventana
después de que el duende se marchase. Veía y sentía a Perrito entre sus brazos, y eso la puso muy feliz. Ahora
sabía que el peluche no iba a separase nunca de ella.
Sale de la cama con Perrito entre sus brazos
y le da los buenos días a Trotty y a todos los objetos de su cuarto.
-Buenos días, caballitos; buenos días, Trotty;
buenos días, cuentos –llega hasta su escritorio-; buenos días, pinturas y libro
para colorear; buenos días, plato de…
Un momento.
Mira el plato de dorayakis. Está vacío. No
queda ninguno. Los cinco dorayakis han desparecido. Y eso que Piterete dijo que
no le daba tiempo a comerse ninguno
Quizá había usado su magia de duende para
atraerlos luego hacia él, como hizo con su biberón.
Riley se encoge de hombros, termina de darle
los buenos días a los demás objetos, deja a Perrito sobre la cama despidiéndose
de él con un beso en la cabecita, pues en cuanto desayune va a volver para
vestirse y coger su mochila, y ahí sí podrá despedirse bien de él, achuchándolo
mucho contra su pecho, consciente de que ya no va a perderlo.
Piterete lo consiguió.
El duende hizo su magia y Riley podrá
conservar a Perrito toda su vida.
Sale de su habitación corriendo para darle la
noticia a su hermano. Al pasar por la puerta del baño, oye a sus padres dentro.
La puerta del cuarto de Matthew está abierta, lo que significa que su hermano
se encuentra en la cocina desayunando.
Riley baja las escaleras lo más rápido que
puede, saltando los escalones de dos en dos. Llega a la cocina y ve a su
hermano devorando un dorayaki mientras bebe batido de fresa directamente de la
botella.
-Buenos días –la saluda sonriendo.
-Buenos días, Matthew –contesta Riley
sonriendo más aún.
-¿A qué viene esa sonrisilla?
-¿Sabes qué pasó anoche? –le pregunta Riley
muy flojito.
Matthew ríe.
-No, dime. ¿Qué pasó anoche?
Riley se acerca hasta su hermano, apoya las
manos en sus rodillas y le dice al oído:
-Vino Piterete.
-¿¿Siii?? –Matthew separa la cabeza de la
boca de Riley y mira a su hermana-. Cuéntame cómo fue. ¿Lo viste?
-¡Sííí! –contesta Riley muy contenta y
empieza a hablar muy rápido, atropelladamente-. En-entró volando por la
ventana, en-encima de su cuna, y-y iba con Batsy revoloteando todo el rato alrededor
suyo…
-Despacio, despacio, Riley –la tranquiliza su
hermano-. ¿Consiguió que te quedases con Perrito?
-¡¡SÍÍÍÍ!! –exclama Riley, emocionada-. Puso
la mano así sobre la cabeza de Perrito –pone su palma sobre la coronilla de su
hermano-, y entonces sentí como una cosa que salía de mí y me unía a Perrito.
Matthew la mira con extrañeza.
-¿Pero se comió los dorayakis o no?
-Nooo –contesta Riley, y su hermano parece
incrédulo así que Riley se explica-. Se marchó volando y dijo que no tenía
tiempo, pero ¿sabes qué? –coge a su hermano por los hombros-. ¡Esta mañana no
estaban! ¿Crees que los pudo invocar con su magia?
-Sí… Es posible… -su hermano se rasca la
cabeza.
-¿Y sabes qué? –Riley empieza a zarandear a
su hermano-. ¡Va con un chupete en la boca, lleva pañales y toma biberón!
-¿Quien toma biberón? –pregunta una voz de
repente.
Su padre acaba de entrar en la cocina. Va ya
vestido con la ropa del trabajo. Riley se pone muy roja. Suelta a su hermano y
agacha la cabeza.
-Nadie –contesta flojito.
Su padre gruñe y va hasta la cafetera a
servirse café. Su madre llega también a la cocina. También va vestida con la
ropa de la oficina.
-¡Buenos días, familia! –saluda.
-Buenos días, mamá –contesta Matthew, y se
lleva la botella de batido a los labios, y a Riley le recuerda a Piterete
tomándose el biberón.
-Buenos días, granujilla –le dice a Riley
estrujándola contra ella cariñosamente.
-Buenos días, mamá –responde ella un poco
cortada.
Aún resuena en sus oídos la discusión de
anoche, pero su madre parece más animada.
-Buenos días, gordo –le dice su madre a su padre
dándole un beso en los labios.
-¿Otra vez? –le pregunta su padre de manera
bonachona, pero se deja besar.
En ese momento, Matthew carraspea
sonoramente.
-Ah, sí. Riley… –dice su madre mientras se sirve
una taza de café. Le echa un par de cucharadas de azúcar y empieza a moverlo-.
Tu padre y yo estuvimos hablando anoche y… Bueno –bebe-, que puedes seguir durmiendo
con perrito si quieres.
Riley mira emocionada a su madre, luego a su
padre, que suelta un gruñido de aprobación y sorbe el café, mojándose su bigote
Riley va corriendo hasta su madre y la abraza
por la cintura. Su madre le acaricia el pelo y le frota la espalda.
-Dale también las gracias a tu padre, anda.
Riley se despega de su madre y va corriendo a
abrazar a su padre.
-Muchas gracias, papá –le dice con una
mejilla aplastada contra su barriga.
-Está bien –dice sencillamente su padre, y le
revuelve el pelo.
-Pero… –su madre se mira el reloj de la
muñeca-. ¡¿Habéis visto la hora que es?! ¡Todo el mundo a vestirse corriendo
que hay que irse al colegio! ¡Riley, ¿has desayunado ya?! ¡Al final llegáis
tarde a todos sitios!
*****
33 años después de aquella noche, Riley le
daba el biberón a su hija, Jane, antes de acostarla. Riley estaba un poco
preocupada porque su hija de 8 años aún tomase biberón. En las reuniones del
colegio, cuando hablaba con los otros padres, todos le decían que ninguno de
sus hijos tomaba ya biberón.
George, su marido, con el que llevaba casada
12 años, decía que ya era el momento de quitarle a Jane el biberón. Habían
hablado algunas noches del tema antes de acostarse. Al final siempre lo dejaban
correr, sobre todo Riley, a quien le encantaba darle a su hija el biberón todas
las noches. Era el único momento del día que compartían las dos. Madre e hija
acurrucadas en la cama y Riley meciendo a Jane en su regazo y llevándole el
biberón a la boca.
George no podía saber qué se sentía. Él
simplemente le subía el biberón al cuarto de Jane, se lo daba para que se lo
tomase sola y lo recogía de la mesita de noche a la mañana siguiente. Él no
sabía que para Riley, dar el biberón a su hija en su regazo, mientras la acuna,
es lo más parecido que tiene ahora a cuando le daba el pecho. Es una conexión
única, y Riley lo sabe.
Pero también sabe que Jane tiene ya 8 años y
debe dejar de tomar el biberón.
Esa tarde habían estado en casa Matthew y su
marido Mark, con Henry, el niño que habían adoptado hacía dieciséis años. Henry
y Jane tenían una relación muy estrecha. Parecida a la que tenía ella con
Matthew cuando era pequeña.
Ella, George, Matthew y Mark
habían hablado sobre quitarle el biberón a Jane, y la niña los había oído
escondida en las escaleras. Bajó al salón, les gritó que no iba a dejar el
biberón y subió corriendo a su cuarto dando un portazo.
Riley iba a subir pero Henry le
dijo que mejor iría él. Riley aceptó.
Durante la cena, Riley había
supuesto que su hija estaría enfurruñada, pero no era así. Desde que había
salido de su habitación tras hablar con Henry, tenía un atisbo de sonrisa en
sus labios. Riley conocía aquella sonrisa. Era la que ponía cuando había algo
que le emocionaba mucho.
Tras acostar a su hija, le dio un
beso de buenas noches en la cabecita y salió de su habitación sin hacer ruido,
sosteniendo en una mano el biberón que acababa de darle.
Estuvo con George un buen rato
viendo la televisión hasta que les llegó a ellos también el momento de
acostarse.
Riley se metió en la cama
mientras su marido seguía poniéndose el pijama. Cogió de al lado de su almohada
un perrito de peluche de ojitos tristes y lo besó en la cabecita. Le dijo muy
flojito que lo quería y lo aferró con un brazo.
George se metió también en la
cama y ambos se dieron un beso en los labios de buenas noches. Riley le pasó el
otro brazo a su marido y se quedó dormida plácidamente.
Pero se despertó de golpe. No
sabría decir cuánto tiempo había pasado.
Oía ruidos en el exterior. El de
una hélice que giraba muy rápido. Pero no era una hélice de metal, sino más
bien parecía de plástico. Y se oían también algunos pitidos agudos como los que
emiten los juguetes de goma para bebés al presionarlos.
Al principio se asustó. Pero solo
al principio.
Sonrió y volvió a dormirse, tranquila.
Sabía que había un duende entrando por la
ventana de su hija.
‘’Si no crees en
él, nunca vendrá. Si crees, solo necesitas recitar’’.
FIN
Dedicado a Sir James Barrie y a Peter Pan, el primer duende en la ventana.